El despertar del proletario: El Partido Obrero Socialista y la construcción de la identidad obrera en Chile
2006; Duke University Press; Volume: 86; Issue: 4 Linguagem: Espanhol
10.1215/00182168-2006-048
ISSN1527-1900
Autores Tópico(s)Political and Social Dynamics in Chile and Latin America
ResumoEn vísperas del estallido de la Gran Depresión, el periodista Roberto Hernández, un convencido nacionalista, publicaba en Valparaíso una obra titulada El Roto Chileno. Rendía allí homenaje a lo que estimaba un personaje histórico poco reconocido, pero sobre cuyos hombros se habían edificado buena parte de los éxitos y las grandezas que, a su entender, singularizaban a Chile dentro del contexto continental y mundial. Lejos de ser un baldón, “el calificativo de roto, en su acepción cívica, nos honra altamente”, puesto que a través de él se denotaba “un tipo de cualidades incomparables, generoso y patriota, y cuya actuación a través de la historia es ciertamente un timbre de orgullo nacional”. Justificaban esta valoración rasgos de personalidad como la altivez, la prodigalidad y el espíritu aventurero, así como el titánico esfuerzo desplegado en las diversas obras materiales que habían dado forma, durante el último medio siglo, al progreso del país: minas de plata y cobre, ferrocarriles, salitreras. Pero por sobre todo, la justificaba su fiereza como soldado, alimentada y encauzada por un patriotismo que, siempre siguiendo a Hernández, “palpita en el roto como una religión y un culto”. Así considerada, la figura del roto perdía su referencia específicamente social, asimilada a menudo por el propio Hernández al concepto de “bajo pueblo”, para convertirse en un descriptor aplicable a cualquier chileno (o chilena, porque las mujeres también abundaban en su relato) con el corazón bien puesto. Fraguado en las raíces del ser popular, y más atrás aun en el legado del araucano indómito, el personaje retratado se elevaba así a un sitial icónico, intercambiable con todo aquello que supuestamente había hecho la grandeza del Chile decimonónico.1Al momento de publicarse, sin embargo, el homenaje de Hernández tomaba más bien un tono elegíaco. Alarmado por lo que a su juicio constituía una indisimulable erosión de “lo criollo, lo esencialmente nativo, lo más característico de cada pueblo”, el roto chileno se le aparecía como una especie en serio peligro de extinción. Alucinados por un “cosmopolitismo” que comenzaba a invadirlo todo, obsesionados con las luchas internas que fracturaban a la sociedad, los más diversos sectores de la vida nacional les daban la espalda a las tradiciones y los valores que alguna vez habían hecho fuerte a Chile. Así, la antigua imagen del roto, reconocida y valorada por encima de su evidente raíz popular, comenzaba a ser desplazada por la visión mucho más abstracta y universalista del proletario, indiferente a las demarcaciones geográficas y a las especificidades del ser nacional. Lo peor, en la opinión de Hernández, era que esta relectura de la identidad popular no sólo afectaba a los militantes anarquistas y socialistas que animaban las cada vez más frecuentes luchas sociales (por lo demás extrañamente ausentes de su relato). Incluso los propios gobernantes, a lo menos desde la instalación de la administración reformista de Arturo Alessandri, concurrían a sepultar la emblemática y gloriosa figura: “el legendario roto chileno era suprimido de golpe con la renovación de valores”.2 Con ello, por cierto, no sólo se renunciaba a una memoria más o menos estimable, sino que se desencadenaba una “degeneración del criterio público” y una “decadencia del civismo chileno”, que las tensiones y frustraciones del momento, aunque no fuesen explícitamente invocadas, parecían dejar en absoluta evidencia. El reemplazo del roto por el proletario, insinuaba Hernández a modo de conclusión, era uno de los síntomas más preocupantes de la crisis nacional por entonces en curso.En estricto rigor “estructural”, la advertencia llegaba demasiado tarde. El proletariado que tanto desvelaba a Hernández remontaba su constitución material y simbólica a una antigüedad por lo menos equivalente a la imagen del roto que su ensayo pretendía subrayar. En efecto: el desarrollo de la minería capitalista, la construcción de ferrocarriles y la modernización de las ciudades venían hacía tiempo configurando núcleos obreros cada vez más propensos a identificarse explícitamente como tales, y no como rotos o peones. Ya desde la década de 1880, la misma en que el recuerdo de la Guerra del Pacífico agigantaba al roto chileno como símbolo de unidad nacional, las nacientes organizaciones y prensa obrera comenzaban a elaborar una identidad colectiva que ponía al trabajo, y a quienes lo desempeñaban, en el centro de una concepción utópica de dignificación humana y progreso universal.3 Confluían en ese modelo antiguas tradiciones populares de ayuda mutua y ciudadanía republicana, con un imaginario político más reciente, alimentado por lecturas e influencias anarquistas, socialistas y sindicalistas, articulado en torno a conceptos como la lucha de clases y la explotación del trabajo por el capital.4 Vale la pena recordar que, a diferencia de las experiencias de otros países latinoamericanos, donde la presencia de inmigrantes o intelectuales de extracción no popular fue más significativa, en el caso chileno estos motivos fueron apropiados y resignificados por trabajadores mayoritariamente oriundos del país. De esta forma, y pese a los esfuerzos de las clases dirigentes por asociarlos a la acción perniciosa de agentes y agitadores extranjeros, su consolidación hacia la primera década del siglo XX demuestra que eran obreros específicamente chilenos quienes hacían de esta representación clasista y contestataria su principal referente de identidad. Para ellos, y para los que continuaban engrosando las filas anarquistas, sindicalistas o socialistas, el ser proletario constituía cada vez más una fuente de orgullo y afirmación social.5Un diagnóstico tan alejado del formulado por Roberto Hernández plantea derechamente la interrogante sobre la posibilidad de convivencia — tanto a nivel de experiencias como de representaciones sociales — entre la identidad proletaria en construcción y la figura más “folklórica” del roto chileno, tan enérgicamente reivindicada desde los tiempos de la Guerra del Pacífico. Es verdad que esta última respondía en parte, como en el caso citado, a un discurso de intención hegemónica, empeñado simultáneamente en cooptar ciertos elementos del ser popular y recohesionar en torno a la figura de la nación a actores profundamente escindidos por la cuestión social.6 En ese sentido, el mito del roto chileno resultaba equivalente a otros dispositivos nacional-populistas desplegados más o menos por la misma época en otras partes de Latinoamérica. Sin embargo, y como todo discurso de proyección identitaria, éste hundía sus raíces en rasgos y prácticas que la sociabilidad popular efectivamente había cultivado y valorado a lo largo de los años, y que eran por tanto susceptibles de ser apropiadas para una identidad de signo más autónomo o contestatario.7 De hecho, la imagen heroica del roto acuñada por la elite había convivido permanentemente con una mirada muy distinta, que Luis Alberto Romero ha denominado “horrorizada”, ante la cual este personaje aparecía como portador de amenaza y de barbarie más que como objeto de admiración.8 Despojado de su ropaje patriótico y militarista, el roto quedaba convertido en el turbulento e irreverente “peóngañán”, tan celebrado como ejemplo de rebeldía por la más reciente historiografía social chilena.9 En este último registro, la identidad proletaria en construcción perfectamente podría haberlo tomado como fuente de inspiración.Existen numerosos índices, sin embargo, de que ello no ocurrió así. Si bien el discurso obrero de fines del XIX y comienzos del XX efectivamente recogía algunas tradiciones populares más antiguas, como las ya mencionadas del republicanismo democrático y la ayuda mutua, éstas tenían poco que ver con la imagen clásica del roto chileno, más pasional que racional, más imprevisor que planificador, más pendenciero que pacifista, más patriota que clasista. Como lo ha señalado Eduardo Devés para el caso chileno, y Angela de Castro Gomes para el brasileño, la identidad obrera que se configura durante este período respondía más a las coordenadas del racionalismo modernizador, ilustrado y universalista que a una reivindicación de comunidades ancestrales y rebeldías premodernas.10 El espíritu emancipador que hacía parte de su proyecto y que tenía por propósito restituir al trabajador al sitial que le correspondía en la historia y en la sociedad no se comprendía sin una etapa previa de “regeneración” obrera que implicaba, precisamente, transformar de manera radical al sujeto popular preexistente.11 Durante toda esta etapa de articulación identitaria, los portavoces del naciente proletariado (ellos mismos surgidos del antiguo mundo popular) se refieren al ser peonal en tonos tan horrorizados como sus peores enemigos burgueses. Los antiguos “vicios” populares, caracterizados como señal de ignorancia, bestialismo y degradación, se convertían en objeto de rechazo más que de emulación, y en cadenas a romper más que en recursos a rescatar. El nuevo sujeto obrero, artífice de la sociedad del futuro, debía edificarse precisamente sobre las ruinas del antiguo roto, símbolo de un orden social defectuoso que urgía destruir. Parafraseando a Roberto Hernández, podríamos decir que para estos apóstoles de la clase que supuestamente revolucionaría la historia, la muerte del roto chileno también constituía un requisito indispensable.El objetivo de este artículo es explorar la efectividad de esta hipótesis a través del examen de una experiencia específica de construcción identitaria obrera, como lo fue la encabezada por Luis Emilio Recabarren y su Partido Obrero Socialista en la provincia salitrera de Tarapacá. Domiciliado directamente en esa zona de fuerte concentración proletaria entre 1911 y 1915, el célebre líder socialista y sus seguidores se esforzaron por llevar a cabo, a modo de plan piloto, la transformación del antiguo elemento popular en un agente calificado para emprender la histórica tarea que su doctrina le asignaba. Impulsados para tal efecto a desplegar todos sus recursos doctrinarios y organizativos, su acción proselitista brindó una excelente oportunidad para afinar la imagen de la clase obrera que se quería construir, así como para calibrar las fortalezas y debilidades que exhibían los trabajadores nortinos de carne y hueso para el cumplimiento de tan ambicioso fin. Uno de los frutos más visibles de dicho esfuerzo fue la fundación, en 1912, del Partido Obrero Socialista. A la cabeza de toda una batería de gremios, cooperativas y asociaciones obreras, se constituiría en uno de los máximos referentes de la izquierda política chilena en su etapa fundacional. Tanto su obra como su discurso se constituyen por consiguiente en terreno privilegiado para auscultar el contrapunto entre la proyección utópica y el juicio que a los pioneros socialistas les merecía la realidad existente. Podrá así discernirse mejor el lugar que en ese proyecto proletario ocupaba, si es que le cabía alguno, la tradición supuestamente ancestral del roto chileno.El proletariado que Luis Emilio Recabarren y los suyos decían representar, y al cual aspiraban a conducir, tenía mucho más de construcción utópica que de existencia real. Ellos mismos pertenecían al universo del trabajo, ya que en esa etapa temprana, los militantes no obreros del socialismo tarapaqueño eran una minoría ínfima, y por lo general no figuraban entre los más políticamente relevantes. Sin embargo, cuando escribían o conferenciaban sobre su clase, especialmente cuando lo hacían en clave normativa, tendían a remontarse a un plano más bien filosófico y abstracto, recogido de lecturas e influencias doctrinarias. En ese registro, la clase obrera se tornaba portadora preferencial de una escatología progresista de la historia, enraizada en una ética humanista radical. “La existencia de los seres humanos”, afirmaba Recabarren en uno de los escritos teóricos de mayor calibre de su etapa iquiqueña, “debe tener un objeto, y ése no puede ser otro que hacer de la vida una idealidad, fuente de goces verdaderos, donde los seres humanos perfectos disfruten de las creaciones de la inteligencia”.12 El socialismo, agregaba más adelante, aspiraba a hacer de la humanidad una colectividad de hombres buenos que vivan como hermanos, trabajando todos para aumentar las comodidades y los goces comunes.13 El curso de la historia, de hecho, no era otra cosa que el despliegue ineluctable de esta propensión: ella era la que, alimentada por la razón humana y el espíritu de superación, hacía del progreso el gran principio de inteligibilidad histórica. La vida de la humanidad era para Recabarren una carrera jamás detenida de progreso y de perfección, y era esa constatación “empírica” la que confería al mejoramiento social, como en la naturaleza al movimiento físico, el estatuto de “ley de la vida”.14 La felicidad de las personas y la bondad de cualquier orden histórico, en consecuencia, sólo podían evaluarse en referencia al progreso general de la humanidad.Y era precisamente frente a ese criterio de validación donde el trabajo, y por consiguiente las personas que lo ejercían, hallaban su principal fuente de dignificación y reconocimiento, pero también la clave de su tragedia. El trabajo, para el ideario obrero socialista, era el origen de todas las cosas, el acto inicial en la línea del progreso y el poder más grande para la realización de las ilusiones humanas.15 Planteado de manera más genérica, “[L]os obreros son el alma de la producción, y por lo tanto son la vida misma de la humanidad”.16 De ahí entonces que el estado de degradación al que la sociedad capitalista había arrojado a ese factor de felicidad y progreso, vistas las relaciones de desigualdad y explotación que en ella imperaban, no pudiese sino ser motivo de indignación, máxime cuando los propios denunciantes formaban parte del sector victimizado: “[L]egiones innumerables de seres abyectos han sido los que con su fuerza y su mediana inteligencia han creado y dado forma a todo lo grandioso que hoy podamos admirar”.La miseria moral y material en que se debatían las masas trabajadoras, cuya denuncia conformaba la mayor parte del discurso político socialista, no era por tanto condenable sólo desde un sentimiento de empatía, sino que constituía una flagrante injusticia que las leyes de la naturaleza y del progreso exigían reparar: si el producto nacía por la obra del trabajador, a él le pertenecía.17 Si el trabajador recibiera íntegro el producto de su trabajo, no existiría ningún trabajador miserable, ni habría miserias en el mundo.18 Peor aun: al apropiarse violentamente de los medios que hacen posible la vida y convertirlos en objeto de comercio, el capitalismo vulneraba el más básico de los derechos: el de la existencia misma. Así, la abolición del régimen de explotación propio del capitalismo resultaba un requisito imperativo para restaurar los equilibrios naturales y retomar la senda evolutiva: “[L]a necesidad, la razón y la justicia exigen que la desigualdad y el antagonismo entre una y otra clase desaparezcan, reformando o destruyendo el estado social que los produce”.19 Al luchar por su propia emancipación, la clase obrera contribuía automáticamente al avance general de la humanidad, puesto que el socialismo, su principal herramienta para dicha tarea, no era otra cosa que “la perfección en el progreso incesante para multiplicar los goces de todos los seres humanos, o sea, la abolición de todas las causas que producen desgracias y miserias”.20 Como lo expresaba el primer mandamiento del “Decálogo Socialista” publicado en la edición inaugural del primer periódico fundado en Iquique por Recabarren, esa doctrina era signo de redención no tan sólo del proletariado, sino también de la humanidad.21Argumentando de esta forma, el discurso socialista tarapaqueño desembocaba en la consagración de la igualdad humana como valor primordial: puesto que todas las personas tienen derecho a ser felices y a gozar de todos los productos del trabajo humano en combinación con la naturaleza, la igualdad resultaba ser “el grado más elevado de respeto a la Humanidad”.22 Por deducción lógica, entonces, las desigualdades creadas por la sociedad afectaban íntima y directamente a la felicidad humana, y se erigían como inaceptables tanto “desde el punto de vista moral y humano, como desde el punto de vista del sentimiento de justicia”.23 Para corregir esta distorsión, particularmente evidente en una organización social como la forjada por el egoísmo burgués, la clase trabajadora se erigía como el agente más indicado: no sólo portaba un interés directo en poner término a todo tipo de injusticia y explotación, sino que poseía una propensión innata a la solidaridad. La horizontalidad y ayuda mutua que presuntamente distinguían a la sociabilidad obrera de otras formas de relación humana, y que se veían reforzadas por su condición de clase oprimida, se traducían en un impulso igualitario que era prácticamente consustancial a su ser social.24 El socialismo, como portavoz de esta ética obrera, se planteaba así el objetivo de una humanidad unida como una gran familia en torno al amor, al arte, a la justicia y a la libertad, “porque sólo así habrá vida”.25Una derivación interesante de este énfasis igualitario era la atención que los predicadores del socialismo obrero destinaban a la emancipación de la mujer, víctima de una doble explotación doméstica y social. Aunque sin despojarse totalmente del arraigado prejuicio masculino respecto a la prioridad de sus funciones hogareñas, o a la supuesta posesión de una naturaleza más sentimental que intelectual, el “Decálogo Socialista” incluía entre sus preceptos el de respetar y honrar a la mujer como compañera e igual del hombre, luchando para que no fuese esclava ni del prójimo ni de nadie, sino sólo de sí misma.26 Considerando que la mujer se hallaba sujeta a una esclavitud más odiosa que la del hombre, y que además encerraba el peligro de ser traspasada a sus hijos como la costumbre de vivir sometidos con resignación, los beneficios de la obra emancipadora debían ser para ella también mayores. Puesto que la esclavitud de la mujer era también la esclavitud del hombre y de la humanidad, la lucha reivindicatoria de los derechos humanos debía ser, obviamente, común para uno y otro sexo.27 “Necesitamos”, exhortaba Recabarren a sus compañeros de utopía, “asociar a la mujer a nuestra propaganda emancipadora. Necesitamos que ella comprenda el gran significado de la obra que perseguimos, para que también se interese y se apasione por conquistar nuestras futuras libertades”. Y concluía interpelando directamente a las mujeres: “¡[C]on hermosa rebeldía proclama tu libertad, que ella será la libertad de la humanidad! ¡tu esclavitud es la esclavitud universal!”.28 Exhibiendo así cierta sensibilidad frente a los matices de género que fracturaban cualquier visión monolítica de la identidad obrera, el socialismo tarapaqueño se distanciaba del perfil predominantemente masculino que hasta entonces había caracterizado a gruesos segmentos del movimiento popular chileno, exceptuado el anarquismo. Como se verá más adelante, la incorporación de la mujer a las tareas políticas y sociales sería un rasgo definitorio de la militancia socialista.Unidos de esa forma y por esos motivos, hombres y mujeres de la clase trabajadora universal derrotarían a la burguesía para dar pie a la utopía obrera, que era también, como ya se dijo, la redención de la humanidad toda. Llegado ese momento, las diferencias de clases quedarían automáticamente abolidas, convirtiendo a todos en una sola clase de trabajadores, dueños del fruto de su trabajo, e implantando un régimen en que la producción fuese un factor común, y común también el goce de los productos — esto es, la transformación de la propiedad individual en propiedad colectiva — .29 Así planteada, la disolución final de las clases sociales constituía, en realidad, una “obrerización” de la humanidad, con lo que parecía conciliarse el orgullo específico de clase que servía a los socialistas de inspiración, con su intención de igualar a todas las personas por encima de las divisiones sociales. Se trataba, como lo ha señalado Pierre Vayssière, de una visión claramente mesiánica de su papel histórico, pero cuyas raíces se mantenían aferradas a su condición específica de gente de trabajo.30 Así, lejos de constituir un baldón o una marca de inferioridad, el ser obrero quedaba transmutado en una fuente de trascendencia histórica y nobleza moral.Para cumplir con tan estrictas exigencias, la conducta exigida por el socialismo obrero a los trabajadores y trabajadoras de carne y hueso se situaba, como era de suponerse, a una altura muy difícil de alcanzar. El obrero-Mesías debía ser una persona éticamente intachable, de sentimientos nobles y espíritu superior. Debía ser, como lo señalaba un simpatizante en una carta dirigida a uno de los periódicos editados por Recabarren, un “hombre digno, que no sabe adular; veraz, que no sabe mentir; ingenuo, que cree todo lo que le dicen; y noble, capaz de acciones abnegadas y altruistas”.31 Sus actos debían estar alejados de todo egoísmo y mezquindad, conduciéndose siempre bajo un sincero espíritu de amistad, de cariño y de fraternidad.32 Su trato hacia los demás debía ser respetuoso y cordial, y su lenguaje impecablemente pulcro: “[E]l socialismo verdadero”, decía Recabarren, “será siempre descubierto por sus modales exquisitamente cultos”.33 En toda circunstancia debía cuidarse de cumplir puntual y rigurosamente sus compromisos, y debía por cierto evitar cualquier ligereza o frivolidad. La vida familiar debía conducirse en paz y armonía, evitando los tratos abusivos y privilegiando solidariamente el bienestar común. El aseo y la higiene debían cultivarse religiosamente, contribuyendo a una vida más sana y feliz.Trazado este perfil rayano en lo monacal, no llama la atención que la prédica socialista se preocupase especialmente de estigmatizar lo que denominaba genéricamente “los vicios”: la embriaguez (“un enemigo formidable que le destruye todos los buenos pensamientos que puedan conducirle a su emancipación”), la prostitución, los juegos de azar.34 “Nos produce asco y repulsión”, fulminaba Recabarren, “el contacto o la vecindad de gentes abyectas y viciosas”.35 Condenaba también la imprevisión, la superstición, la apatía y las conductas violentas. El delito, si bien podía explicarse sociológicamente como una consecuencia de la miseria moral producida por el capitalismo, era igualmente reprobable como opción de vida, puesto que no contribuía en nada a la solución real de los problemas. Revelaba además una ambición individual y un apego a las riquezas materiales que no se condecían con la ética proletaria. Como una especie de compendio de las cualidades enumeradas, el militante socialista José del Carmen Aliaga aseguraba, a modo de publicidad para su taller de relojería, que “el dueño de este establecimiento no fuma, no bebe, no juega, no tiene servidumbre y viste el paletó que lleva el más modesto compañero. Mi esposa trabaja a la par conmigo. No quiero dinero, sólo quiero vivir”.36Para alcanzar semejante modelo de conducta, que los socialistas sabían era muy lejano de lo que realmente se verificaba en la convivencia popular, la herramienta clave era lo que ellos mismos denominaban la “ilustración”. Como lo hizo notar hacen ya varios años Eduardo Devés, la fe depositada por el pensamiento obrero chileno de comienzos del siglo XX en la fuerza transformadora y redentora de la instrucción rayaba en lo metafísico. Haciéndose explícitamente partícipes del ethos civilizatorio derivado del Siglo de las Luces, los exponentes de este ideario eran admiradores apasionados de la ciencia, la literatura y el arte, realizaciones que se esmeraban en conocer y difundir en toda oportunidad, e incluso, dentro de sus posibilidades, en cultivar por su propia cuenta. Cuando el socialismo obrero hablaba de la inteligencia conductora del progreso humano, su referente no era ni la inteligencia emocional ni los saberes ancestrales del mundo popular, ni mucho menos una visión religiosa de la existencia, que para ellos era simple superchería inventada por las clases dominantes para mantener al trabajador en una ignorancia sumisa. A lo que la clase elegida debía aspirar era al conocimiento racional y científico, que tantas maravillas había engendrado durante los últimos siglos: “[S]i por herencia de un pasado de ignorancias, nuestra humanidad de hoy sufre las consecuencias de una gran incultura, es humano que nos preocupemos de aumentar las fuerzas inteligentes que actúan para perfeccionar el mal estado social presente”.37 La propia doctrina socialista se consideraba fruto de la aplicación de la razón científica a los procesos sociales, de modo que sus diagnósticos y preceptos constituían una prueba viviente de lo que los trabajadores podían esperar de esa particular epistemología. Sólo el pueblo ilustrado, es decir el pueblo racional, reunía las condiciones necesarias para cumplir su magna tarea histórica.38Por cierto que la ilustración a la que se hacía referencia, y como lo sugiere la alusión al socialismo como su derivación natural, no se reducía sólo a la actividad estricta o convencionalmente intelectual. La racionalidad de la que debía empaparse la clase obrera también tenía beneficios que aportar en el plano de las relaciones económicas y sociales, o en el de los derechos políticos. En lo primero, se asumía que una comprensión adecuada de la organización social ayudaría a los explotados a conducirse con mayor eficacia en sus conflictos con el capital, haciendo valer su ubicación estratégica dentro del proceso productivo para ir conquistando sus demandas más inmediatas. En lo segundo, se tenía por un axioma que la educación cada vez más desarrollada y más completa, al elevar la cultura de los individuos y de la sociedad, contribuiría a dotar a cada individuo y a cada sociedad de una perfecta noción del derecho y de la libertad.39 De ese modo, el trabajador “culto” sería también el trabajador capacitado para lidiar inteligentemente con sus empleadores, a la vez que un ciudadano plenamente consciente de sus deberes y derechos. Abandonar el terreno de la política a las clases dominantes, se argumentaba, era la mejor fórmula para eternizar los privilegios sociales y la opresión, de lo que se infería que una educación liberadora implicaba necesariamente una mayor cultura cívica. Por todos esos motivos, la clase obrera era la más interesada en su permanente educación, incluyendo en dicha tarea, por cierto, a las mujeres y la juventud, porque así la acción instructiva abarcaría el conjunto del hogar. En suma, “[M]ientras más instruidos sean los afiliados al partido demócrata y socialista, más firmes y más capaces serán para mantener con progresos la vida de las agrupaciones. El ser humano no debe considerar nunca completos sus conocimientos sobre ninguna materia. Siempre hay algo más nuevo que saber, que observar, que investigar o que criticar o comentar”.40Por intermedio de todos estos elementos y preceptos, el discurso socialista obrero fue configurando un paradigma del tipo de colectividad humana — el tipo de clase — que aspiraba a constituir, y con cuyo concurso esperaba no sólo dar solución a los problemas más concretos con los que sus miembros debían cotidianamente lidiar, sino también, y sobre todo, conducir a la humanidad a una etapa superior de su existencia. Lo que así se postulaba, por tanto, no era sólo una meta futura, sino que se tornaba en exigencia inmediata para todos quienes se sintiesen a la altura de la tarea, y que para ser dignos de ella debían comenzar por transformarse a sí mismos en conformidad al horizonte utópico diseñado: debían “regenerarse”. Esta no era, por cierto, una ocurrencia original de este grupo de intelectuales obreros, siendo por el contrario uno de los hilos conductores del pensamiento popular ilustrado que se remontaba, en el caso chileno, por lo menos a las asociaciones de artesanos de mediados del siglo XIX. Lo que sí era novedoso, y que se asemejaba a lo que por el mismo tiempo venía predicando el anarquismo, era su voluntad de trascender el plano de una transformación restringida a quienes se inclinaran espontáneamente por la causa, proponiéndose más bien la regeneración de toda la clase, y por su conducto de toda la humanidad.41 El modelo elaborado, en otras palabras, no era sólo para los fáciles de convencer, sino que tenía pretensiones hegemónicas y universales. ¿Qué cabida tenía en ellas, sin embargo, el trabajador o la trabajadora de carne y hueso, con su acervo concreto de saberes, conductas y vivencias acumuladas en el tiempo? ¿Estaba el roto pampino o el sujeto popular urbano del norte salitrero a la altura de lo que esperaban sus congéneres ya convertidos al socialismo obrero?El grupo humano con el que se encontró Recabarren al radicarse en Iquique a comienzos de 1911 no era precisamente neófito en materia de luchas sociales o identidad obrera. Aunque uno de sus exponentes, Elías Lafertte (que a poco andar se convertiría en uno de los principales y más fieles prosélitos del socialismo obrero) calificaría posteriormente esa cualidad más como un “instinto” que como una “conciencia” de clase, la verdad era que los trabajadores tarapaqueños habían protagonizado, entre muchas otras acciones, la primera huelga general en la historia del país (1890) y la formación de la primera sociedad obrera de alcance más que estrictamente local o gremial (la Mancomunal Obrera). Además, habían sufrido la más cruel de las matanzas obreras ocurridas en Chile hasta ese momento, la de la Escuela Domingo Santa María, en 1907.42 Exhibían también a su haber más de dos décadas de experiencia organizativa continua, y poco más de una de publicación, también continua, de periódicos obreros.43 Así y todo, el perfil humano y conductual concreto de la clase obrera tarapaqueña distaba mucho de lo que Rec
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