“Alevosos, ingratos y traidores ¿queréis sacudir el yugo del monarca más católico?”: El discurso de la contrainsurgencia en la Nueva España durante el siglo XVIII
2007; Duke University Press; Volume: 87; Issue: 3 Linguagem: Espanhol
10.1215/00182168-2007-002
ISSN1527-1900
Autores Tópico(s)Latin American history and culture
ResumoEl 29 de abril de 1757, al comentar la negativa de los indígenas de la jurisdicción de Actopan a trabajar en las minas de Real del Monte, propiedad del conde de Regla, y el posterior tumulto que sacudió la villa, el virrey de la Nueva España, Agustín de Ahumada, marqués de las Amarillas, enfocó su mirada al conjunto de indígenas otomíes rebeldes para denostar su contumacia y falta de entendimiento a las reales órdenes.1 “Con notable rebeldía se habían opuesto todos, o los más naturales de aquella jurisdicción [a trabajar] conmoviéndose unos a otros de las inmediatas, de modo que habían formado tumulto formal levantando banderas, tocando cajas de guerra y puestos en un cerro muy inmediato a la vista de dicho pueblo de Actopan, amenazaban ruina y destrozo”.2Para el marqués de las Amarillas, tan terca negativa a laborar en las minas no sólo merecía un castigo ejemplar en contra de los cabecillas que se habían atrevido a rebelarse en contra de sus autoridades, sino que tal represalia era urgente a fin de desagraviar las órdenes reales que habían sido desobedecidas. A pesar de que el marqués también matizó su indignación y aconsejó al teniente de Actopan que actuara con prudencia y que “siempre prefiera los medios suaves y benignos a los severos y rigurosos, y otros que puedan causar estragos a los bárbaros indios”, no dejó de solicitar la captura de los líderes de la revuelta, al tiempo que señalaba la imposibilidad de “dejar a los naturales de Actopan y demás pueblos alborotados, en su inobediencia, excusándose a concurrir [a las minas]”.3 Castigar y compeler a los indígenas a descender en los húmedos y lóbregos socavones de las minas del Real del Monte era para el virrey una necesidad cargada de virtud.4Los fragmentos anteriores ejemplifican lo que Ranajit Guha ha denominado la “prosa de la contrainsurgencia”, es decir, el discurso del poder público y las concepciones oficiales en torno a la disidencia popular bajo cualquiera de sus formas.5 Ciertamente, la mayor parte de estas disertaciones surgían frente a contextos de intensa agitación política y la documentación oficial se realizaba con fines meramente represivos. Su valor estaba medido por la capacidad de lograr un rápido castigo para los culpables y contener cualquier ulterior muestra de descontento. Sin embargo, subyacente e integrado a este amplio corpus oficial, legal y criminal que guiaba las indagatorias de las autoridades, también es posible identificar una serie de representaciones fundamentalmente ideológicas, cuyo fin escapaba a la simple eficacia represiva inmediata. Constituyen, en realidad, formas discursivas y literarias mucho más refinadas que minusvaloraban no el acto de desacato o rebeldía en sí — por el contrario, en muchas ocasiones éste era magnificado — , sino los móviles y las pulsiones subyacentes a la rebeldía. Son, ciertamente, un conjunto heteróclito, pero estructuralmente uniforme, de juicios de valor y de nociones preestablecidas que ratificaban la contumacia y espíritu rebelde de los trasgresores. Si los grupos subalternos del mundo colonial se reunían para protestar, era porque malvados influjos y sentimientos traidores y engañosos propios de su “malicia y poca razón” les insuflaban “audacia a los sublevados”.6 Cualquiera que fuese el acto masivo de repudio, una vez que era filtrado por el discurso de la contrainsurgencia, se le extirpaba de cualquier valor político y se reducía a expresiones ininteligibles y arcaicas de la “ínfima plebe” y “los pobres e infelices indios”, quienes con afanes innobles habían trastornado un orden armónico e inmutable.7 La violencia multitudinaria, sustraída de sus atributos y de sus significados, se veía reducida, pues, a una oscura convulsión social.Es precisamente esta mistificación — inherente a la naturaleza del discurso público del poder — la que le permitía al Estado colonial negar cualquier validez a las demandas enarbolados por los alzados, así como disimular la existencia de un sentido autónomo y racional en cualquier manifestación de descontento o rechazo. Con ello, se lograban degradar los comportamientos disidentes de la multitud y proyectar sobre ella las más variadas invectivas, concordantes con las nociones oficiales y estandarizadas que giraban en torno a los grupos populares novohispanos. Como uno de los engranajes de la cultura de la dominación colonial, el discurso público del poder enfocado a la disidencia constituía la proyección concreta — visual y oral — de una ideología hegemónica que trasminaba sobre distintas representaciones sociales y en los propios procesos de subordinación.8La dúctil capacidad del discurso de la contrainsurgencia para ajustarse a cualquier circunstancia pública donde interactuaran subordinados y dominantes hacía factible, por ejemplo, alterar el sentido y alcance de la represión subsiguiente a un tumulto, sirviéndose de ésta como un medio para apuntalar los valores dominantes y exteriorizar la hegemonía de las élites políticas.9 No es casual que en el México colonial la humillación pública, los azotes, y otras formas de castigo que culminaban los procesos represivos se realizaran de forma pública y con fuertes matices escenográficos, a fin de rebajar la dignidad de los trasgresores y renovar los códigos de la dominación.Este discurso nutría ideológicamente una serie de prácticas de dominio tendientes a lograr un consumo cultural masivo, a la vez que consolidaban la imagen de autoridad momentáneamente vulnerada por la fugaz ilegalidad que se registraba durante las rebeliones, tumultos o cualquier otra forma de desacato colectivo. Independientemente que muchas veces los grupos subordinados en el fondo pudieran repudiar estos actos oficiales donde se combinaban indulgencias amplias y castigos ejemplares, actuaban prudentemente su guión y daban muestras de sumisión, gesto sumamente apreciado por los funcionarios coloniales.De hecho, en una sociedad como la mexicana colonial, tan rígidamente estratificada y fundamentada en nociones jurídicas que brindaban a los grupos subordinados ciertos derechos y garantías, la crueldad arbitraria no podía ejercerse sin contar con justificadores ideológicos que la sancionaban y convertían en un natural y justo castigo para diversas faltas y omisiones bien definidas.10 Los rituales del poder sustentados en el discurso de la contrainsurgencia brindaban ese manto de legitimidad.La tendencia a deshumanizar a los tumultuarios utilizando una prosa oscura y cargada de metáforas — elemento constitutivo de este proceso — activaba la represión y condensaba el profundo rechazo y desasosiego que causaba a las élites la insubordinación pública de los grupos populares sobre la tranquila imagen del orden “eufemizado”.11 Los términos como “insolencia”, “pestífero cáncer”, “canalla” y otros similares denotan una idea uniforme de irracionalidad o brutalidad que se les achacaba a los grupos populares cuando actuaban con “desenfreno y osadía”.12Esta parcela específica de las representaciones oficiales durante momentos coyunturales de crispación social y política muestran de manera clara las nociones oficiales en torno a la rebeldía y la trasgresión en el mundo colonial novohispano, así como los componentes ideológicos que tendían a encuadrarlas bajo una concepción negativa y fundamentalmente disolvente.13 Precisamente porque el artificio del poder era convencer de que el orden jerárquico que sostenía el cuerpo social era necesario, perenne e invulnerable, el discurso de la contrainsurgencia constituía uno de los artefactos culturales más importantes del poder para disipar el desacato público y naturalizar la subordinación de las masas como algo inherente al propio sistema social.14 Su mismo carácter masivo permitía que fuese asimilado como el único orden verdadero y esencial.Pero este conjunto de imágenes estereotipadas de la rebeldía, tal y como han señalado diversos autores, también ofrecen pistas para desentrañar los propios procesos de resistencia multitudinaria en el ámbito colonial y la forma en como los grupos populares podían maniobrar en medio de estos elementos coercitivos a fin de obtener determinadas concesiones, o simplemente conservar sus espacios sociales.15 A nuestro juicio, muchas de las prácticas de subordinación dimanadas del poder definían en buena medida las propias prácticas de interpelación popular.Estas premisas hacen factible realizar interpretaciones más complejas en torno a la lógica del poder colonial y sus formas de proyección y consumo cultural en el ámbito decididamente ambiguo de las representaciones y del imaginario colectivo. Analizarlo a través del corpus doctrinal y coercitivo que se elaboraba para suprimir los tumultos permite valorar de forma más amplia cómo se renovaba y se recreaba simbólicamente el dominio en el ámbito colonial y los subterfugios con que los grupos populares podían manipular estas prácticas de dominio para desplegar sus propias estrategias de resistencia.El presente trabajo se realiza sobre un conjunto dispar — tanto espacial como temporal — de testimonios documentales realizados en distintos momentos de inestabilidad política acaecidos a lo largo del siglo XVIII, pero aún así resultan significativos para revelar la estructura formal de este discurso y sus consiguientes prácticas ceremoniales del poder. Por ello, más que analizar contextos específicos, buscamos, más bien, diversos marcos comparativos e indicios significativos, concordantes y estandarizados, a fin de indagar el rol que jugaban estas formas ideológicas para justificar la represión e inculcar el hábito de la jerarquía y la sumisión en los grupos alzados. Los rituales de la contrainsurgencia, que normalmente aparecían en momentos muy concretos y una vez que los rescoldos de la insubordinación eran apagados, también vislumbran de manera concreta la forma en que se ampliaba culturalmente el rango de la dominación y se fortalecía la ideología emanada del poder colonial.No es nuestra intención desdeñar especificidades locales ni contextos socioeconómicos precisos que ciertamente definían los patrones de la resistencia popular y las subsecuentes formas represivas. Pero consideramos que la cultura de la dominación, y sus representaciones formales, pueden explicarse de manera más clara analizando su estructura discursiva esencial. Mayores estudios de caso, que indaguen diversas particularidades contextuales que hemos omitido deliberadamente, permitirán precisar de manera más clara el rol de estas manifestaciones y nociones del poder para articular el dominio y condicionar las formas de resistencia popular.Para comprender la lógica del discurso público del poder en la Nueva España se obliga analizar la propia naturaleza del orden colonial y la existencia de una economía moral que mantenía una cierta cohesión social y definía en gran parte las prácticas de subordinación, rebeldía y ejercicio del poder.16 Frente a las patentes desigualdades y desequilibrios que presentaba la sociedad colonial, la pregunta es obvia: ¿de qué manera se mantenía el orden? De hecho, tal y como afirma James C. Scott, la subsistencia de cualquier tipo de dominación — con su imagen concomitante de orden y respeto — es esencialmente problemática. Su reproducción en el plano del imaginario colectivo implica necesariamente que la dominación sea fortalecida culturalmente a través de diversas demostraciones de poder y hegemonía y que estos sean asimiladas de forma natural como parte de un orden consuetudinario.17Si el mundo colonial se presenta durante este período como la imagen del consentimiento y de la unanimidad, es porque existían elementos integradores que brindaban una relativa homogeneidad al sistema. Las normas y valores compartidos, la imagen de legalidad de un régimen sustentado en una extraña y casi simbólica figura real y la fuerte devoción cristiana eran sólidos pilares para el mantenimiento del orden.18 La propia coacción sobre los sectores populares estaba fundada en un discurso público y en una serie de prácticas sociales altamente estereotipadas, que entronizían este estado de cosas y hacían patente que la desigualdad era algo natural y legítimo.Lograr que los grupos dominados aceptaran su propia subordinación requería que muchas de éstas prácticas sociales con que se representaba la dominación y se sancionaba el ejercicio del poder tuviesen un carácter masivo, público y visible. William Beezley afirma que las exhibiciones de autoridad en los rituales públicos simbolizaban y recreaban constantemente la hegemonía de los grupos de poder en el México colonial.19 Por su parte, Linda Curcio-Nagy afirma que los rituales públicos del poder constituían verdaderas herramientas ideológicas del Estado que reforzaban la legitimidad de las autoridades españolas.20El trato deferente y especial que debían recibir los dignatarios en estas ceremonias los colocaba en una posición elevada y servía para impresionar a las masas.21 Al actuar con autoridad y seguridad en medio de las caravanas y besamanos, los funcionarios coloniales podían seguir teatralizando su dominio de forma cotidiana.22 Ciertamente, esos actos protocolarios y jerárquicos se amplificaban durante las ceremonias oficiales, pero es indudable que también se proyectaban en la vida diaria. Lo que Scott denomina “pequeñas ceremonias” diarias — los gestos de sumisión, el hincarse al paso de dignatarios eclesiásticos, el hablar mirando al suelo por parte de los campesinos ante el alcalde mayor — esas pequeñas minucias cotidianas expresaban los rangos y se concretaban las diferencias. El discurso público del poder se hacía presente, sobre todo, en la escala jerárquica de la sociedad colonial y se infiltraba sobre la mayor parte de las prácticas sociales donde tenían que interactuar dominados y dominantes.23A pesar de ello, gran parte de la hegemonía y aceptación de este estado de cosas residía paradójicamente en que a pesar de su carácter tendencioso, el discurso del poder no sólo enfatizaba la superioridad y el dominio hispano de manera tajante, sino que también permitía ciertas concesiones, derechos y prerrogativas a los sectores populares.24 Esta zona de concesión y estos derechos pregonados en la retórica del discurso del poder (por ende, necesariamente ambivalentes) eran indispensables para que las masas asimilaran el orden social y se plegaran a estas distinciones sociales en sus tratos con las autoridades.25 Pero también les brindaba a los grupos populares un margen de maniobra sorprendente para variar y distorsionar la estructura de la dominación precisamente usando sus componentes ideológicos.26 Es cierto que los grupos subordinados asumían muchas de las falacias de este discurso y se comportaban de manera aquiescente, evitando en la medida de lo posible cualquier tipo de confrontación pública. Pero del mismo modo podían jugar con las reglas del sistema a fin de extender sus demandas con una relativa seguridad.27Incluso, a pesar de la vehemencia con que los tumultuarios salían a las calles en masa para manifestar su descontento cuando estallaban conflictos políticos, estos aún solían reconocer la existencia de este orden omnipresente y consuetudinario que normaba la vida cotidiana.28 Puesto que cualquier tipo de disidencia era concebida como ilegal y como una clara trasgresión al orden sancionado por la Iglesia y por el monarca, la resistencia sólo podía mantener cierta inercia y capacidad operativa en la medida en que se acataban ciertos parámetros impuestos como normales. Este factor, lejos de restarle eficiencia, por el contrario, permitió cohesionar la unidad de los disidentes, justificar sus demandas y exhibir el carácter artificioso del poder colonial, usando las brechas y contradicciones del discurso público del poder.Pero estas ambivalencias y discrepancias no le impedían también a este discurso reorientar sus contenidos y modificar diversos componentes de acuerdo a contextos específicos y fácilmente identificables. Durante los momentos de crisis política, la ideología y los complejos comportamientos sociales que justificaban estas relaciones agudizaban y exacerbaban sus componentes más partidarios. El juego de imágenes y de representaciones que operaba cotidianamente en el ámbito colonial solía mutar a otros esquemas de carácter más cáustico y acervo en cuanto encauzaba su mirada a un acto masivo de muestras de desacato. En otras palabras, se transmutaba, conservando sus valores esenciales, en una prosa de la contrainsurgencia.Sin duda, uno de los sesgos más característicos de la documentación generada a partir de los desacatos colectivos durante el período colonial es la firme condena en los términos más enfáticos. Cronistas, autoridades seculares y religiosas no dejaron de asombrarse ante el alto grado de beligerancia de la plebe y de los osados individuos que lanzaban gritos blasfemos en contra de sus autoridades. Esta documentación elaborada para castigar a los culpables, y las propias preguntas que guiaban las indagatorias, se ceñían a un patrón estandarizado que intentaba encontrar y corroborar la malicia consuetudinaria de las masas. Esto se debe fundamentalmente a que todo el corpus criminal generado a partir de una sublevación tenían un destino oficial: se realizaba a fin de obtener información específica y útil para las autoridades. Su tono partidista y represivo era su nota predominante.La documentación oficial subsiguiente a un motín no sólo se limitaba al aspecto criminal, sino que también se veía asociado a otro corpus documental más letrado y mucho más descriptivo en general de las muestras insurgentes. Era una convención habitual que los magistrados, oidores, tenientes de alcalde, alcaldes mayores, párrocos y demás funcionarios elaborasen poco tiempo después un informe mucho más pormenorizado, casi a semejanza de una narración histórica.29 Cuando el alcalde mayor de Tulancingo, Joseph Leos, recabó su informe en 1772 sobre las conmociones tumultuarias acaecidas en la sierra de Tututepeque en 1766 y 1769, lo hizo en términos retrospectivos. Al recapacitar en torno a los tumultos que sacudieron su jurisdicción, Leos señalaba que éstos obedecían a que “los dichos indios de Tututepeque [. . .] se han señalado hasta ahora de genio altivo, belicoso, engreído y osado, y cualquiera movimiento en él ha sido imponderablemente perjudicial a todos los pueblos serranos, que por la misma causa de su rusticidad y especie de sujeción se conmovían fácilmente e inclinaban a las maldades de los otros”.30Unificando diferentes momentos de inestabilidad política, Leos encuadró de forma natural los diversos levantamientos que sacudieron su jurisdicción y los arregló de acuerdo a un patrón más o menos previsible. Tal y como sentenció Joseph Leos, los indígenas de la sierra de Tututepeque eran proclives a los alzamientos debido a que eran “muy ignorantes y fue “muy conocida su veleidad”.31Junto con estas descripciones y narrativas se deben sumar los textos apologéticos realizados por cronistas, religiosos o miembros de la administración pública colonial. En ellos suelen predominar los juicios de valor, que en las procedencias criminales se matizan, dado su aspecto práctico e inmediato, dando paso a nociones más elaboradas y cargadas de un fuerte sesgo moral y didáctico. Abundaban las parábolas e imágenes bíblicas, transformando las alegorías religiosas en eficaces instrumentos de condena. Fray Manuel Escobar, al describir los tumultos de mayo de 1767 en la ciudad de San Luis Potosí, no tuvo empacho en presentar a los rebeldes como “enemigos del Estado implicados en sacrílegos delitos de rebelión e infidelidad [. . .] a quienes corrigió y castigó mismo Dios”. A estos “alevosos, ingratos y traidores”, les preguntaba con palabras zahirientes, “¿queréis sacudir el yugo del monarca más católico?”32Estas características no implican que el discurso de la contrainsurgencia fuese sólo una elaboración refinada y convencional con un mayor o menor grado de distorsiones. La similitud que se localiza en distintos tipos de documentación, sea criminal o en crónicas, es un indicativo plausible del alto grado de interiorización de estas representaciones formales por parte de las élites políticas al describir un tumulto, y en muchas ocasiones determinaban los alcances de la represión.Si bien podemos identificar estas herramientas ideológicas para proscribir la rebeldía de forma clara desde el siglo XVI, amplificaron en el siglo XVIII la acrimonia y sistematización del discurso contrainsurgente. Las nuevas medidas de control social, laboral y fiscal que se impusieron durante la segunda mitad del siglo XVIII implicaron que los diversos agentes estatales dependieran cada vez más de sus poderes coercitivos para plegar a los grupos populares a nuevas exacciones. En este sentido, Steven Flinchpaugh ha señalado que, a lo largo de esta centuria, las élites locales tendieron a fortalecer su posición económica y fueron las más proclives a reafirmar el estatus quo, así como su condición oligárquica, a través de distintos actos ceremoniales que proyectaban visualmente su preeminencia social y su poder político.33 Indudablemente, estos factores incidieron en el reforzamiento del discurso del poder colonial, dado que se hacía necesario inculcar diversos hábitos de subordinación sobre las masas en consonancia con las nuevas e inéditas formas de control social que caracterizaron al régimen borbónico y cuyas justificaciones se expresaron en todos los ámbitos.34Finalmente, sin pretender agotar la explicación de este proceso social, señalamos que las manifestaciones de descontento en contra de diversas medidas fiscales que sacudieron a la Nueva España, particularmente durante los años de 1766 y 1767, fueron revulsivos importantes en la consolidación de un discurso contrainsurgente claramente articulado al sistema políticojurídico colonial.35 Consideramos que este escenario de inestabilidad política no sólo acrecentó, como consecuencia, la capacidad represiva del régimen, sino que también desembocó en la exacerbación de las formas más estereotipadas del discurso contrainsurgente. Para las élites políticas de la época, los rebeldes solamente podrían caer dentro de una sola categoría: la de “hombres de adulterinas costumbres y una congregación de prevaricadores de las divinas y humanas leyes”.36La preponderancia del discurso adjetivado que articula la mayor parte de los testimonios documentales elaborados durante esta centuria y a partir de una sedición popular no constituía, entonces, una fórmula retórica propia del formalismo legal de la época. Por el contrario, tenía una función social evidente para el poder: segregó la resistencia, la ubicó en un terreno ideológico propicio para su cancelación y la presentó como una liza entre el orden y el caos y la anomia. Miguel María Mayordomo, alcalde mayor de Guanajuato, al describir el tumulto de julio de 1767 que sacudió el real minero ante el intento de expulsar a los jesuitas, señalaba el “desenfreno y osadía [. . .] de la gente vaga”.37 Mientras que en el tumulto de 1766, en el mismo Guanajuato, el escribano del ayuntamiento, Alonso Calderón, refirió a la marcha de los operarios a las casas reales como una horda iracunda y atemorizante, y observó “que era tanto el desorden y crecía más y más la multitud, que fue necesario valerse de la autoridad del señor vicario y juez eclesiástico de esta ciudad, licenciado Joseph Bonilla a fin de ponerlo al pueblo en algún sosiego”.38Descripciones semejantes a ésta, en donde se refiere al “vocerío” y “desorden” de los tumultuarios, son frecuentes en la documentación criminal del siglo XVIII. Natalia Silva Prada señala que dichas expresiones, necesariamente ambiguas, se encuentran vinculadas al profundo rechazo que sentían las autoridades ante un quiebre del orden público.39 La falta de precisión al describir este tipo de gritos también obedecía a que los epítetos e injurias con que los tumultuarios se referían a sus autoridades resultaban sorpresivos y probaban palpablemente su aguda capacidad crítica y manejo adecuado de los símbolos para denostar al poder. Así, cuando los indígenas del pueblo de Santa María Magdalena Tututepeque decidieron rebelarse en contra del teniente del partido, Juan de Castro, en 1771, uno de ellos declaró que al teniente: “[No] lo necesitaban, porque los tenientes no iban más que a robar y a quitarles lo que tenían, y esto con palabras [. . .] injuriosas y denigrantes”.40Proscribir y negarles sentido a estas voces discordantes hacía necesario la imposición de diversos eufemismos. James Scott afirma que este tipo de eufemismos eran una parte esencial del discurso de la contrainsurgencia.41 Cercenaban los contenidos políticos del desacato público y lo exhibían como algo impío y una catástrofe que contradecía el orden natural de las cosas. Ciertamente, presentar al adversario como una anomalía dentro del cuerpo social hacía factible su anulación. Así, se estigmatizaban a los rebeldes como una “ínfima plebe” y unos “sediciosos despreciables”.42 Sus demandas verbales se despreciaban como “destemplados gritos” o “gritos y alaridos” y sus demandas legales como “maniobras indecentes y maliciosas”.43 A los indígenas y rebeldes se repudiaban como “infieles idólatras”, que eran “negados de razón”.44 A los operarios mineros se denigraban como una “plebe de las minas” y una “vaga muchedumbre”.45 Y a las acciones de los rebeldes se vilipendiaban como “depravadas intenciones”.46Este proceso no sólo operaba unilateralmente sobre los rebeldes y sus acciones. El discurso de la contrainsurgencia también imponía otro tipo de eufemismos que buscaban “borrar el uso de la coerción” por parte del Estado colonial y desbastar las aristas más peliagudas y desagradables de lo que implicaba el uso de la fuerza.47 Con ello, se atenuaba simbólicamente la represión y toda medida llevada a cabo contra los trasgresores adquiría un carácter justo, inocuo, aséptico e incluso benéfico. Por ejemplo, el trabajo forzado se mitigaba como “beneficio de la causa pública” y las expediciones armadas como “pacificación”.48 Del mismo modo, a los trabajadores forzados se despreciaban como “delincuentes”.49 A final de cuentas, esta flexibilidad del discurso del poder enfocado a la disidencia le permitía negar derechos a los subalternos levantiscos, desatender sus reclamos y silenciar o tergiversar sus gritos irreverentes.Este monopolio del discurso del poder imponía dos usos sociales de consumo. Por un lado, estaba destinado a la propia élite, a los funcionarios y autoridades en general; sancionaba la represión, apuntalaba el orden social y, sobre todo, legalizaba la sujeción de los dominados. Por ello, éste debía ser conocido, reproducido y asimilado por los mismos que trasgredían el orden. El discurso en sí, con sus nociones y significados, no estaba disociado de su propia representación social; ponía en movimiento un conjunto de prácticas sociales y de consolidación visual y escenográfica del poder.50 En diversos tumultos, los funcionarios coloniales lanzaron ardientes arengas a los trasgresores, “poniéndoles delante de los ojos toda la malicia y fealdad de las ofensas que habían cometido contra Dios, el rey y el prójimo”.51La preeminencia y uso extensivo de estas prácticas ritualizadas para normalizar la situación política obedecía en gran medida a que los funcionarios coloniales sabían que los desacatos colectivos menoscababan la propia imagen de legalidad del régimen y desnaturalizaban la sujeción de las masas. En otras palabras, cuando la opresión y la violencia ejercida por los dominadores salían de los elementos justificadores y articuladores del discurso público, era factible que fuese desacralizada y sujeta a una oposición colectiva, dado que los componentes rituales y estereotipados que le otorgaban sentido se hallaban ausentes.52 De esta manera, el fraile franciscano, fray Manuel de Escobar, al describir los motines que sacudieron la ciudad de San Luis Potosí en los meses de mayo a julio de 1767, advirtió que la numerosa concurrencia de los tumultuarios diluía en gran medida el temor a las autoridades: “¡Y es digno de admiración que hombres tan gravemente delincuentes no temiesen la visita, corrección y castigos de sus culpas! Fiados acaso en su numerosa y confusa multitud”.53También durante el tumulto de julio 1767 en la ciudad de Guanajuato, el intento de expulsar a los jesuitas provocó que las masas salieran a las calles, gritando “que si el rey de España mandaba tal cosa era un hereje” y “que lo que el rey daba no lo quitaba”.54 Mientras en San Luis Potosí, los mestizos e indígenas que se atumultuaron por los mismos motivos se arrogaron la defensa del orden tradicional, vulnerado por lo que consideraban una medida ilegítima y espuria en contra de la Iglesia. Les reclamaron airados a los religiosos que intentaban contenerlos: “Padres, no nos estorben, ni impidan el que defendamos a los religiosos de la Compañía, porque mañana ejecutaran con V.V. P.P. lo mismo, y se alegraran de tenernos en su defensa y amparo”.55Nada indignó más a las élites y los funcionarios españoles que el hecho de que durante los tumultos las masas se sintieran con derecho de socavar abiertamente la posición de las capas altas y realizar un sin fin de actos significativos para afrentar al poder y sus representantes. En Guanajuato, por ejemplo, durante el tumulto de julio de 1767, el mulato Antonio Serón fue acusado de haber “borrado las armas reales que estaban en el dicho estanco [de tabaco]”: un mensaje políticamente agudo y comprensible para las autoridades.56A esto debemos sumar que en no pocas ocasiones a los ataques simbólicos se añadió la ofensa pública como otra arma política para humillar a las autoridades. Así, cuando los indígenas de Santa María Magdalena Tututepeque expulsaron al sacerdote de la comunidad durante el tumulto de abril de 1771, uno de ellos alcanzó al religioso y le dijo, refiriéndose a la ostia consagrada: “[D]éjanos ese pedacito de pan con que nos andas engañand
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