Artigo Revisado por pares

El arte de la petición: Rituales de obediencia y negociación, México, segunda mitad del siglo XIX

2006; Duke University Press; Volume: 86; Issue: 3 Linguagem: Espanhol

10.1215/00182168-2006-002

ISSN

1527-1900

Autores

Romana Falcón,

Tópico(s)

Historical Studies in Latin America

Resumo

Estas páginas constituyen una reflexión sobre una arista de las relaciones de poder en el México rural de la segunda mitad del largo y azaroso siglo XIX: el desarrollado "arte de la petición", con que pobres y marginados del campo intentaron, con éxito relativo, negociar y adaptar a sus necesidades los requerimientos de su trabajo, servicios, impuestos, obediencia y sumisión. Dentro de la complicada dialéctica entre dominados y quienes ejercen el mando, se esbozan algunos de los principales mecanismos con que las clases populares dieron contenido y mejoraron las probabilidades de éxito de sus quejas, peticiones y requerimientos. Se ha orientado este artículo para tomar en cuenta la conciencia de los participantes y observar a los campesinos pobres, comuneros e indígenas como creadores de su propia historia, capaces de adelantar, hasta cierto punto, sus demandas y esperanzas.Históricamente, el grueso de las clases y grupos subalternos — y ello, hasta cierto punto, hermana a indígenas, peones acasillados y comuneros mexicanos con esclavos, siervos, negros, campesinos, "intocables" de la India, prisioneros en campos de concentración, etc. — no se pueden dar el lujo de una actividad abiertamente revolucionaria y ni siquiera de reto franco y metódico a las instituciones y el status quo. Por lo general, su defensa tuvo, y tiene, que conformarse con una meta simple y modesta: conseguir que el status quo los agreda lo menos posible.Al mismo tiempo, las maquinarias de control nunca son absolutas y los grupos subalternos siempre buscan implementar todo tipo de adecuaciones a sus necesidades específicas, tanto en el marco institucional como en la filosofía y los conceptos imperantes en la escena pública. Desafían parte de su destino, aún cuando, frecuentemente, lo hacen a través de amenazas veladas, en un plano simbólico o de pequeñas resistencias personales y cotidianas que no requieren organizaciones formales ni planes y pronunciamientos abiertos. Dado que, normalmente, son los propios sectores subordinados los primeros interesados en que sus acciones y omisiones no sean interpretadas como retos abiertos, claros, programados y sistemáticos, es difícil rastrear sus resistencias en los papeles viejos con que los historiadores hurgamos el pasado.2Desde las épocas modernas, cuando la autoridad ya no emana de poderes divinos o de la continuación de añejas tradiciones, quienes controlan los aparatos gubernamentales intentan establecer su legitimidad ante los dominados y ante sí mismos mediante varias estrategias, entre ellas, lo que se ha llamado el "teatro" del Estado; por lo que revisten sus proyectos y sus políticas de un carácter virtuoso y moral mediante el manejo del discurso y los rituales que realzan al papel protagónico del Estado y de la nación. Para exhibir su autoridad en la mejor luz posible, deben investir las ceremonias, los escenarios públicos, las acciones gubernamentales y la correspondencia oficial de un halo de capacidad, orden, persuasión y dotes carismáticas.3Así como estos rituales públicos son de importancia crucial para simbolizar e ir recreando la capacidad de dominio de las élites políticas y económicas, para los grupos populares existen también formas relativamente restringidas de expresión verbal, escrita y corporal, utilización de conceptos e ideas que sirven como estrategia de negociación. Su estudio constituye el meollo de este artículo.Estos rituales, que buscan remarcar la obediencia y el acatamiento, permiten acrecentar la imagen de lealtad y apoyo, así como unidad de miras, de valores y de ideas con autoridades, notables y acaudalados. Al limar las discordias potenciales, los grupos subordinados ensanchan la posibilidad de obtener buenos resultados para sus peticiones, tanto aquellas que hacen uso de los resquicios legales como cuando negocian, de cara a cara, con las estrellas de poder. No hay duda de que, aún sin escapar a los constreñimientos de lenguaje y de marcos conceptuales, los pobres del campo en México fueron capaces de comunicar sus peticiones y críticas con notable precisión. Ello les ayudó a escudarse en contra de lo que juzgaban como agresiones e injusticias, así como a insertar parte de sus demandas dentro de los escenarios regionales del poder y, en ciertos casos, en los de la nación entera.Por todo ello es que, como se intenta probar en estas páginas, los requerimientos populares abren una ventana a la historia social que permite observar el acontecer histórico desde la perspectiva de su fondo y sus márgenes.A fin de lograr una mayor concreción temática y analítica, este estudio privilegiará el meollo de los conflictos en el campo: la lucha por preservar la propiedad y el usufructo de la tierra y el agua. Por ello, privilegiará el análisis de sus protagonistas principales en el fondo de la pirámide social: pueblos comuneros y grupos étnicos. Con menor intensidad revisará otras razones del descontento, como fue la definición y aplicación de la justicia, así como la preservación de tradiciones.Desde principios de la era independiente, las corporaciones civiles habían sufrido una acometida por parte de gobernantes, intelectuales, legisladores, ricos y poderosos que, en su mayoría, estaban seguros de que sus formas de organización, pensamiento, supervivencia e identidad constituían uno de los obstáculos más graves al progreso y a la felicidad de la nación. Como resumió Luis González, los comuneros, y los indígenas en especial, fueron considerados como "agua estancada" al lado del río. Para los gobernantes liberales del siglo XIX, poseer terrenos y aguas en común era "como no poseerlas, pues sólo la propiedad individual tenía un valor económico positivo. Cada indio debía ser dueño absoluto del trozo de tierra que cultivara".4Las ideas en favor de individualizar la propiedad corporativa y "liberar" los recursos de la nación tenían hondas raíces en el pensamiento ilustrado de fines de la era novohispana. De hecho, esta importante herencia habría de hermanar a las repúblicas latinoamericanas, desde el Río Bravo hasta la Tierra de Fuego.5 Al cortar las amarras de España, diversos estados mexicanos fueron introduciendo legislación y políticas tendientes a delimitar, de manera precisa y positiva, a la propiedad individual y a poner a "trabajar" — en un sentido moderno de utilidad económica — todos los terrenos del país. Aún cuando hubo una gran distancia entre estos anhelos y la capacidad de irlos imponiendo en la realidad, los procesos de desamortización y deslinde de baldíos se convirtieron en las dos piezas clave de la política agraria hasta el advenimiento de la revolución de 1910, que, para algunos, tuvo sus raíces más profundas precisamente en este anhelo por modificar la cultura y organización de los comuneros mexicanos.Este artículo mostrará algunas de las continuidades y puntos de inflexión entre el breve segundo imperio encabezado por Maximiliano de Habsburgo (1864 – 67) y el largo período del triunfo liberal — la llamada "república restaurada" integrada por los gobiernos de Benito Juárez (1867 – 72) y Sebastián Lerdo (1872 – 76), más la extendida era encabezada por Porfirio Díaz (1876 – 1911) que truncó la revolución — .Se tomará en su conjunto este largo trecho histórico por considerar que constituye una unidad en ideario y política hacia el campo. Dicha afinidad fue particularmente explícita en la ley elaborada por Miguel Lerdo de Tejada en 1856 y que, hasta cierto punto, se mantuvo hasta la legislación revolucionaria del siglo XX. La "Ley Lerdo" unificó legislaciones locales e impartió una dinámica nacional a las políticas de desamortización. Su objetivo formal fue "desaparecer uno de los errores económicos que más han contribuido a mantener estacionaria a la propiedad". Prohibió a toda corporación civil o religiosa — es decir, pueblos e iglesia — poseer "propiedades rústicas y urbanas"; las que estuviesen en sus manos pasarían en propiedad a sus arrendatarios y, si no eran reclamadas, quedarían a disposición del público.Esta disposición liberal por excelencia no intentaba privar a los campesinos de tierras, sino de la forma corporativa de la propiedad y el usufructo: es decir, de lo que en muchos rincones del país constituía el fundamento de solidaridad y subsistencia de los pueblos, particularmente en el viejo altiplano central, en donde estaban concentradas este tipo de comunidades. Dicha ley, y la manera como se incorporó a la constitución de 1857, creó también imprecisiones y vacíos legales que darían pie a una aplicación un tanto casuística, así como a amplios márgenes de interpretación que fueron utilizados por autoridades, interesados y agraviados como armas de negociación y resistencia.Sin embargo, esta unidad relativa de los anhelos y la política agraria de la segunda mitad del siglo XIX no debe opacar las disparidades en el tiempo y en el espacio. Para empezar, los gobiernos nacionales, estatales y municipales tuvieron capacidades diversas para ir dibujando estos propósitos en la realidad. Es muy difícil generalizar sobre el ritmo con que avanzaron y las consecuencias que tuvieron las políticas de desamortización y de baldíos, pues cada rincón del país tuvo su historia particular. De cualquier manera, en términos generales, el Estado mexicano decimonónico no fue demasiado fuerte, ni eficiente, debido a la agitación social y política imperante, más la enorme debilidad fiscal y de las maquinarias administrativas y represivas. Los avances más significativos se fueron dando desde la república restaurada y desde fines de 1884, cuando Díaz retomó la presidencia y logró un régimen más fuerte y sistemático.Por otro lado, deben considerarse ciertas diferencias en las filosofías agrarias y sociales que imperaron durante el imperio, la república restaurada y el porfiriato. Es importante resaltar que el régimen de Maximiliano combinó una inspiración claramente liberal — que, como todos, buscó el tránsito de la propiedad corporativa a la privada — con un marcado paternalismo de viejo cuño, propio de las casas reales europeas. De hecho, las disposiciones del imperio hacia indígenas y desprotegidos obedecieron tanto a un regreso a las leyes de indias como a una vena socializante, en boga en Europa y América.6De esta mezcla, surgieron leyes e instituciones tan significativas como la Junta Protectora de las Clases Menesterosas (JPCM), que funcionaría por dos años, empezando en la primavera de 1865, y que se propuso atender los reclamos de los pobres del campo y la ciudad. Esta institución, que era de carácter consultivo más que resolutivo, contó con una junta central en la ciudad capital y varias juntas regionales, y logró su mayor fuerza en el viejo altiplano central, donde el imperio fue relativamente más sólido. Además de oír las quejas de los grupos populares, realizó numerosos y concienzudos estudios de casos y propuso soluciones que con frecuencia pretendían cambiar el status quo a favor de los demandantes.7 Aún cuando es imposible conocer el impacto real de esta institución, no hay duda de que sirvió como correa de transmisión desde los grupos populares hasta la cúspide del poder, además de que también influyó en el espíritu y el contenido de varias leyes, por caso, la que intentó mejorar la ardua vida de los peones de hacienda, promulgada en noviembre de 1865.Los regímenes que sucedieron al imperio — los encabezados por Juárez, Lerdo y Díaz — fortalecieron el carácter liberal de sus disposiciones agrarias. Como en muchas otras partes del mundo, el gobierno se alejó, marcadamente, del antiguo tono proteccionista. Todavía llegó a haber algunas piezas legislativas que específicamente se proponían aliviar las condiciones de los miserables e indígenas, como la circular dada por Juárez poco después de restaurar la república para cuidar que el deslinde de baldíos no afectase a los indígenas.8 Sin embargo, las políticas proteccionistas fueron cada vez más escasas.A pesar de tener que remar a contracorriente, tal y como lo venían haciendo desde hacía siglos, las comunidades y grupos étnicos utilizaron las diversas instancias formales e informales a su disposición para escudar el patrimonio de sus antepasados y hacer frente a exacciones y abusos de pudientes, así como de autoridades políticas, militares y hasta religiosas. Fue con base en un conocimiento notable de la carta magna, disposiciones secundarias y otras armas legales — como el amparo y los litigios — que los pobres del campo ejercieron el arte de la petición y de la resistencia.9Muestra de esta cuidadosa fundamentación fueron las quejas y solicitudes que se elevaron a la JPCM, cuyo acervo constituye una de las principales ventanas a la historia social de México. Consta que las demandas de los pobres del campo giraban en torno a la cuestión agraria, temática que representa el 66 por ciento del total de solicitudes. En orden descendente, las quejas contra autoridades — en su mayoría, autoridades políticas — alcanza el 10 por ciento; las solicitudes relativas a impuestos y aquellas que tenían que ver con el aparato de justicia significaron 5 por ciento cada una; porcentajes aún menores merecieron las quejas por abusos, las peticiones de carácter religioso, aquellas relativas a la categoría política de las poblaciones, solicitudes de ayudas a pobres y quejas contra leva y servicio militar.10Como se puede ver en la tabla siguiente, la petición más frecuente fue la restitución de tierras o aguas usurpadas, así como seguridades de que no las perderían. Si a ello sumamos otras querellas que brotaban de la misma raíz — quejas contra hacendados y por despojos, peticiones por nulificar o quedar exentos de la aplicación de las leyes desamortizadoras (tanto la celebre Ley Lerdo de 1856 como la imperial de julio de 1864), por dotación, localización y certificación de títulos primordiales y en relación a litigios y apoderados — , se alcanza el 67 por ciento del total de las demandas relativas al campo.Además de este enorme esfuerzo por recobrar o preservar sus bienes materiales, los grupos populares también solicitaron se procediese al apeo y deslinde de terrenos — lo que podía significar tanto que se establecieran los límites con los colindantes, como que se dividiesen terrenos del pueblo, en especial los de común repartimiento — , que se anulasen contratos considerados ilegales que afectaban su propiedades y servidumbres, que los propietarios vecinos les donasen o vendiesen tierras que les eran de gran necesidad y que se derogasen pagos y contribuciones "injustas", como eran los réditos indebidos por la adjudicación de terrenos. Otros pedimentos fueron ajustar la legislación a sus necesidades, retrasar o bien extender los plazos en que deberían ponerse en práctica las leyes, así como iniciar alegatos y amparos que formalmente, y en la práctica, interrumpían los procesos agrarios.Como lo habían hecho antes, y continuarían haciendo durante la segunda mitad del siglo XIX, los indígenas y campesinos comuneros hicieron uso de todos los resquicios institucionales, a pesar de que la lógica individualista de las élites había impuesto un grave impedimento a las corporaciones civiles, es decir, los pueblos. En efecto, los pueblos carecían de personalidad jurídica como actor colectivo con derechos públicos desde la ley de 1856 y la constitución de 1857.Ello les dificultaba los trámites más elementales, como la capacidad para iniciar juicios y litigios, además de que creó un importante problema metodológico a quienes analizamos el pasado, pues la presencia de los indígenas se desdibujó, o francamente se borró, en la documentación decimonónica. Con el paso de los años, los actores colectivos fueron firmando sus solicitudes a título individual, tal y como pedía el nuevo entramado legal. En otros casos, hicieron uso del reconocimiento parcial que el municipio y las municipalidades como institución les permitía. Unos más simplemente siguieron presentándose como corporaciones que, en los hechos, se negaban a reconocer lo que según las leyes era una sentencia de haber dejado de formar parte fundamental de la nación.Sin embargo, tampoco fueron extraordinarios los logros que los marginados del campo tuvieron con el uso, a veces puntual, y en otras, amañado, de la maquinaria institucional. No sólo había más probabilidades de que perdiesen litigios, juicios y amparos a que sí fuesen protegidos, sino que estas mismas armas fueron utilizadas, y con ventaja, por particulares y poderosos. Sin duda, para ellos, el siglo XIX fue extremadamente difícil.Al adentrarnos en el "arte" de los subalternos para pedir y reclamar, advertimos varias constantes. Ellas serán los ejes de este artículo que, por lo tanto, no guardará un orden cronológico, sino temático: la utilización de legitimidades antiguas y nuevas, la defensa de "tradiciones", las deferencias y sumisiones, el conocimiento y las mañas para utilizar leyes e instituciones, así como aquellos fragmentos de la historia local que convenía a sus intereses, y su notable capacidad de adaptación a las formas, rituales, leyes y conceptos políticamente correctos en cada coyuntura.Además, algunos documentos — leídos "entre líneas" — nos permiten adentrarnos en los mecanismos velados de negociación, los acuerdos clientelares, los que ocurrían tras bambalinas y las formas tradicionales del poder. Otros papeles, los menos, hacen posible observar a indígenas y comuneros durante sus contactos personales con los poderosos, donde resalta su uso del cuerpo, voz, vestimenta y palabras adecuadas para ajustarse a las expectativas que de ellos se tenían y, al mismo tiempo, plantear sus quejas y requerimientos.Para la época que nos ocupa, sorprende cuan rápida fue la capacidad de los actores populares para pasar de ser "humildes indígenas a la planta de SSM Maximiliano", esperanzados en las dotes paternalistas del emperador y la emperatriz a convertirse en ciudadanos conocedores y respetuosos de la constitución de 1857, puntillosos de sus derechos individuales. Cuando negociaban "cara a cara", mudaban su manera de dirigirse a los poderosos, ajustándose al vertiginoso acontecer político del XIX mexicano. Al formular sus exigencias, amoldaban hasta su elección de héroes y referencias históricas. Cuidaban no estar desfasados de las leyes en vigor y hasta detalles como las medidas agronómicas en uso. Campesinos, comuneros y etnias no sólo iban intercalando concepciones políticas e ideológicas sino que, además, había marcadas oscilaciones entre lo que decían y lo que hacían, entre la ley y las tradiciones, entre lo que afirman los documentos y lo que en realidad sucedía.Por otro lado, de ninguna manera se puede pensar en una historia integrada por dos bloques rígidos: gobernantes y hacendados en contra de comunidades, carentes de fisuras y movidas por el único interés de mantener sus propiedades comunales. La dialéctica del poder fue infinitamente más abigarrada y fluida. El toma y daca cotidiano estaba teñido de tonos grises y acomodos. De hecho, la historiografía reciente ha hecho hincapié en los múltiples mecanismos de negociación, adaptación y resistencia con la que los campesinos pobres, los indígenas y los comuneros lograron defender e imponer algunos requerimientos en el acontecer político, agrario y de justicia en el país.11La complejidad de los nexos con que los campesinos pobres tomaron parte activa en la formación del emergente Estado nacional está lejos de ser novedosa y ha sido revalorizada por historiadores, antropólogos y politólogos. Ya destacados analistas de la cultura y la sociedad en México — entre ellos, Gilbert Joseph, Antonio Escobar, Michael Ducey, Arturo Güemez y Florencia Mallon — han mostrado la participación de los campesinos en varios de los procesos que cimentaron a la nación de manera sobresaliente, en la municipalización y la desvinculación de la propiedad y el usufructo de tierras y aguas que hacían los comuneros de los pueblos a favor de la propiedad privada .12 En suma y aún cuando estos temas no son el objetivo de las páginas siguientes, los estudios en torno a los pobres del campo mexicano deben también dar el realce necesario a los fenómenos de adecuación, integración e, incluso, en el caso de los indígenas, de la desindianización.Por último, antes de entrar en materia, vale la pena considerar características y problemas de la documentación del México decimonónico. Son pocos los legajos que nos permiten conocer la actuación de indígenas y campesinos en los escenarios públicos y, en especial, en sus negociaciones de persona a persona, aun cuando éstos son un tanto más frecuentes durante el segundo imperio, debido a la fastuosidad de los rituales.En cambio, existen ricos acervos de peticiones escritas.13 En la época que nos ocupa, destaca el contraste entre los del imperio — en especial, la JPCM — y los de los regímenes republicanos pues, al cerrarse esa fantástica ventana a la historia "desde abajo", no existió ni institución ni, por ende, maquinaria burocrática tan centralizada y eficiente que dejase constancia escrita de los nexos entre los diversos peldaños de la escala social. Aún cuando los archivos de la república restaurada suelen contener menos peticiones y reclamos a las máximas estrellas de poder, bien puede ser un "espejismo" burocrático.14 Desde luego que la carencia de evidencias históricas no prueba la falta de eventos pasados, ni que haya disminuido la rica tradición de resistencias, negociaciones y requerimientos. Simplemente, que parecen existir menos testimonios en papel de estos conflictos, acuerdos y derrotas.Además, la gran mayoría de estos peticionarios eran ajenos a la lectura y escritura en castellano y, por razones estratégicas, solían ir borrando las huellas de sus acciones y sus ideas. De ahí, una de las principales limitantes de este tipo de análisis: el que parte de las referencias sobre indígenas y campesinos se compone de observaciones indirectas legadas por autoridades altas y medias, con el sesgo que supone esta óptica.Incluso, los pocos documentos que provienen de las comunidades — y sobre los cuales se centrarán estas páginas — , como fueron sus demandas y litigios, no solían ser elaborados por ellos mismos. Aún cuando es imposible saberlo con certeza, y cada caso particular refleja sus matices, ésto lo sugiere la notable uniformidad de estilo, las frases protocolarias, así como la repetición de ciertas líneas argumentales, en especial la decisión de resaltar el carácter "inmemorial" en la posesión de sus bienes.En efecto, muchos de estos requerimientos fueron elaborados por personajes que gozaban de un buen conocimiento del español, de la maquinaria burocrática y legislativa y, sobre todo, de la forma de ver el mundo más allá de la comarca. Algunas ocasiones, los autores fueron dirigentes, líderes y autoridades del propio pueblo. Otras, fueron notables de la región: maestros, apoderados legales — que en algunas entidades eran requisito indispensable para que los pueblos pudieran litigars —, abogados y unos más que ejercían esta profesión sin cumplir con los requisitos formales, los llamados "huizacheros", "picapleitos" o "tinterillos". En el siglo XIX, estos últimos fueron definidos por la ley como "las personas que, aún cuando tengan de que vivir, se ocupan habitualmente de seguir pleitos con el carácter de abogados, voceros, defensores o cesionarios en cobranza sin tener título de abogado o agente de negocios".15Las autoridades no sólo consideraban que los "tinterillos" carecían de aptitud y honradez, sino que, desde su perspectiva, eran personajes especialmente amenazadores por excitar las rencillas y hacer presas fáciles a comunidades e indígenas que estaban insatisfechos por, entre otras razones fundamentales, las políticas desamortizadoras. De ahí, varias disposiciones estatales con el fin de controlar, desautorizar y perseguir a estos personajes tenidos por peligrosos agitadores.16Hubo, además, casos en que los propios pueblos se sintieron traicionados o robados por sus apoderados, litigantes y gestores, por lo que elevaron quejas en su contra pidiendo, por ejemplo, que se les regresase parte del dinero que éstos habían mal empleado.Por último, si bien es imposible saber con certeza el papel de todos estos intermediarios en la elaboración de los documentos, más esquiva aún es la relación entre los campesinos pobres y las demandas y argumentos de tales escritos. A pesar de todos estos constreñimientos, como intentaré de probar, analizar el "arte de peticionar" de los grupos subalternos no constituye una tarea estéril.Parte de la efectividad con que peticionaron los marginados consistió en encontrar consideraciones sobre el pasado y trozos de la historia útiles como fuerza simbólica o respaldo jurídico. Llegaron a incluir exageraciones y hasta falsedades, que tal vez ni los de los propios pueblos creían al pie de la letra. Como signo de identidad, amparo y fuente de legitimidad, los indígenas arguyeron, frente al entramado liberal, que ellos eran los verdaderos poseedores del territorio de la nación y que habían sido usurpados. Para casi todas las comunidades, su pieza clave de negociación eran los títulos recibidos desde la era colonial, o sus bienes "anteriores a los españoles". A pesar de ir a contracorriente de las ideas modernizadoras y las leyes de desamortización y de baldíos, resaltaron que se trataba de posesiones de "tiempos inmemoriales", llegando a hacer de esta frase un estribillo de uso casi indispensable, repetida por litigantes, voceros, abogados y hasta autoridades. En la médula de sus argumentos se incluían aquellas partes de su historia y de la nación que les eran convenientes.Una vitrina de observación es el segundo requerimiento que recibió la junta protectora por parte de los "naturales" de Santo Domingo Chimalhuacán, quienes pidieron el apeo y deslinde de sus terrenos de comunidad y común repartimiento, en disputa con una hacienda vecina. Reclamaron sus pertenencias con base en sus títulos de 1570, y aprovecharon la legitimidad del largo tiempo transcurrido para, al unísono, solicitar agua y que se les liberase de toda contribución religiosa.17 Con el fin de resguardar sus propiedades, miles de pueblos — entre otros Anenecuilco, durante el segundo imperio y a fines del porfiriato, pueblo que más tarde sería la cuna de la revolución agraria de 1910 — buscaron la fuerza legal y la legitimidad de sus antiguos títulos. A lo largo del siglo XIX, durante la revolución e incluso el día de hoy, miles recorrieron y recorren el largo camino de buscar sus títulos originales en los archivos de la nación. Como lo habían hecho siempre, conjugaban sus derechos antiguos con los nuevos.El manto de protección simbólica que otorgaba el largo tiempo transcurrido incluso se utilizó durante los regímenes netamente liberales, cuando el aparato institucional ya había suprimido la personalidad jurídica de las corporaciones, así como su capacidad para poseer y administrar bienes rústicos y urbanos. Cuando los reclamos pasaban a acciones violentas, los campesinos solían argumentar que solamente estaban usando las tierras que legal y legítimamente les correspondían desde hacía mucho, como argumentaron los del pueblo de Pachuquilla, cuando en 1896 invadieron la hacienda de Chiltepec, en el Estado de México.18Al caer el segundo imperio y cerrarse la JPCM, los pueblos siguieron buscando sus títulos originales. Algunos hubieron de canalizar, a través de los vericuetos de la burocracia republicana, los expedientes que habían ido a parar a la junta protectora, pidiendo que les hiciera valer o les devolviese los títulos y ocursos ahí entregados. En cuanto Juárez restableció los poderes republicanos, en el verano de 1867, se reanimaron estas solicitudes. Tal fue el caso de los vecinos de Santa María Nativitas, que solicitaron al Archivo Nacional remitir su expediente y devolverles unos títulos de terrenos que habían sido entregados a la junta, petición que, aparentemente, fue coronada con éxito. Fueron tantos los requerimientos de títulos primordiales, mercedes, planos y demás documentos originales de los pueblos, que en el archivo de la nación hubo de crearse un nuevo fondo: el de "buscas", al tiempo en que se contrataron traductores al nahuatl para ayudar en la tarea.19Buena parte de los requerimientos formulados ante las instancias imperiales fueron signadas por actores colectivos: "naturales", "indígenas", "comunidad indígena", "el común" o "los pueblos", frecuentemente representados por "vecinos", apoderados, patronos y autoridades menores, como jueces de paz, alcaldes o bien notables, como "indios principales". Los menos, si fueron suscritas de manera individual, ya fuera por "vecinos" — regularmente los notables de los pueblos — o simplemente a nombre personal.En contraste, cuando estos actores se dirigían a las autoridades juaristas, lerdistas y porfiristas, solían adoptar la manera individual y ciudadana de peticionar, de acuerdo con los valores y normas prevalecientes. Si bien en algunas instancias se siguió utilizando la fórmula intermedia de "vecinos de los pueblos" de manera excepcional, hubo peticiones entabladas en tanto actores colectivos: "común de naturales" o "representantes de la comunidad". En una era en que las instituciones buscaban borrar la adscripción de los actores colectivos para alcanzar el título homogenizador de "ciudadanos", todavía hubo requerimientos firmados por grupos étnicos, como la que formularon "varios indígenas de Pénjamo" en octubre de 1867.20Entre las estrategias campesinas sobresale el empeño por no limitar sus disputas y reclamos a las cuestiones materiales — derechos de propiedad, impuestos, terrenos, cosechas, comercio, etc. — , sino formular sus peticiones de manera que hicieran prevalecer algo de sus valores y su moral. Su aceptación o rechazo al status quo tuvo mucho que ver con sus nociones del bien y del mal, de lo que para ellos era lo acostumbrado, preferible, "moral", socialmente aceptable, "humano", "decente" y "justo".

Referência(s)