Artigo Revisado por pares

Hispanofobia y revolución: Españoles expulsados de México (1911–1940)

2006; Duke University Press; Volume: 86; Issue: 1 Linguagem: Espanhol

10.1215/00182168-86-1-29

ISSN

1527-1900

Autores

Pablo Yankelevich,

Tópico(s)

Spanish History and Politics

Resumo

Los contornos nacionalistas del estallido revolucionario de 1910 condicionaron las actitudes y los comportamientos de los revolucionarios hacia las distintas colectividades de extranjeros, y entre ellas, la española estuvo muy lejos de pasar desapercibida. Por el contrario, su extendida presencia a lo largo y ancho de México, y sobre todo, la asociación de esta presencia con agravios de raigambre colonial, determinaron que a la sombra del proceso revolucionario se reforzara una tradición hispanofóbica claramente perfilada durante el siglo XIX.1En Hispanoamérica, el rechazo a los españoles fue un sentimiento extendido durante la primeras décadas de la postindependencia.2 La continuidad del poderío económico y la preeminencia social de los descendientes de los antiguos colonizadores frustraron las expectativas de un cambio que se pensaba inmediato, y en tal sentido, por ejemplo, resulta sugerente advertir algunas similitudes de lo ocurrido en México con el caso brasileño, donde actitudes lusofóbicas emergieron desde los albores de la independencia, cuando un liberalismo radi cal, con fuertes matices regionales, enarboló un programa de marcado contenido antiportugués.3Ahora bien, desde mediados del siglo XIX, los procesos de modernización de las sociedades latinoamericanas fueron diluyendo las tonalidades antiespañolas y antiportuguesas de las elites dirigentes. Así en México, al igual que en el resto de las naciones del subcontinente, el fomento de políticas inmigratorias constituyó uno de los paradigmas de un liberalismo en ascenso. Estas políticas, sin alcanzar la dimensión que tuvieron en los países del extremo sur de América, consiguieron en México ensanchar la presencia de nuevos grupos de extranjeros, quienes en buena medida, y gracias a una generosa actitud gubernamental, terminaron integrando las elites económicas, políticas y culturales.4Durante la prolongada dictadura porfirista y de cara a una mayor presencia de extranjeros en los diferentes ámbitos del quehacer nacional, México compartió el significado que tuvieron las legislaciones antiextranjeras en otras naciones de América Latina. Es decir, su aplicación revistió un carácter extraordinario, y básicamente fue utilizada para deshacerse, por la vía de la expulsión, de militantes políticos cuyo liderazgo, sobre todo en las filas obreras, amenazaba un orden fundado en el privilegio y la exclusión.5 El artículo 33 de la constitución mexicana de 1857 fue la herramienta que facultó al gobierno a expulsar a todo extranjero considerado "pernicioso". El uso de este precepto fue restringido, y en ningún momento su aplicación se fundó o dejó traslucir sentimientos anti-extranjeros presentes en sectores importantes de la población. En este sentido, merece destacarse la oposición generada por una fuerte presencia de inmigrantes chinos que comenzó a irritar los ánimos de la población mexicana, sobre todo en los estados del noroeste. Este antagonismo antichino cristalizó, hacia finales del siglo XIX, en reclamos regionales por detener esta migración. Sin embargo, éste y otros sentimientos antiextranjeros instalados en amplios sectores de la población nacional no encontraron eco en la dirigencia mexicana, y mucho menos se tradujeron en políticas tendientes a alterar el status quo, amenazando a los extranjeros con su expulsión a través del diseño de nuevos mecanismos legales, o simplemente por la aplicación de aquellos ya consagrados en las leyes vigentes.6Esta situación fue alterada por la revolución de 1910, cuyos líderes rompieron con el modelo que el liberalismo decimonónico había asignado a la inmigración. Al calor de la guerra civil cristalizó un ideario nacionalista, no exento de ciertas cuotas de xenofobia, de ahí que, en respuesta a lo sucedido durante el Porfiriato, los revolucionarios exigieron poner límites a la presencia extranjera en todas las actividades del quehacer nacional.7 Estos sentimientos se expresaron con claridad en la convención constituyente de 1917, e impregnaron el conjunto de artículos constitucionales que fueron aprobados con el objeto de proteger a México y a los mexicanos de la voracidad de los intereses extranjeros. Entre estos preceptos, el artículo 33 de la nueva constitución mexicana se significa como el máximo límite al que se enfrenta un extranjero, toda vez que en este texto se otorga al presidente de la nación la facultad de expulsar, sin necesidad de juicio previo, a cualquier extranjero cuya conducta se juzgue como indeseable. Este artículo continúa vigente hasta la actualidad, sin que se haya reglamentado el procedimiento para su aplicación, ni establecido las causas que permitirían calificar la indeseabilidad de un residente extranjero. Frente a estas indefiniciones, sólo el último párrafo del mencionado precepto establece la única actividad terminantemente prohibida: "Los extranjeros no podrán, de ninguna manera, inmiscuirse en los asuntos políticos del país".8El objetivo de este trabajo es demostrar que la Revolución Mexicana modificó el sentido de la aplicación de este precepto constitucional, ya que — lejos de ser una disposición de empleo excepcional — fue aplicado a una escala hasta entonces desconocida. Esa escala será estudiada en el caso de los españoles entre el estallido revolucionario y los años finales de la administración presidida por el general Lázaro Cárdenas. Para explicar el incremento de las órdenes de expulsión, parto de la idea de que la aplicación del artículo 33 hunde sus raíces en el significado negativo que tuvo la presencia extranjera en la historia nacional y de manera particular durante el Porfiriato, de manera que su invocación devino en una práctica política que involucró, en forma creciente, a diversos sectores populares. De esta forma, usar o apelar al mencionado precepto fue consustancial al estallido y desarrollo de conflictos políticos o sociales en los que estuvieron inmiscuidos extranjeros radicados en México.En términos cuantitativos, los extranjeros residentes en México jamás alcanzaron proporciones significativas respecto al total de la población nacional.9 En este contexto, los españoles fueron la comunidad de inmigrantes más grande del país, con una representación que en las primeras cuatro décadas del siglo XX alcanzó en promedio el 25 por ciento del total de extranjeros.10 Es evidente que, desde un punto de vista cuantitativo, el número de inmigrantes españoles (entre 30.000 y 50.000 personas entre 1910 y 1940 respectivamente) no afectó el perfil general de la población mexicana. Sin embargo (y como lo ha estudiado Clara E. Lida), esta migración, en su dimensión cualitativa, siempre ocupó un lugar prominente, con una gravitación muy destacada en el mundo económico, social y cultural del país.11En tal sentido, los datos cuantitativos que se presentan delimitan el perfil sociodemográfico de los españoles que fueron expulsados del país como resultado de un comportamiento popular que denunció abusos e injusticias, y que resultó efectivo al encontrar eco en autoridades gubernamentales interesadas en limitar el margen de acción de los extranjeros en México.12Entre 1911 y 1940, los presidentes mexicanos aplicaron el artículo 33 constitucional a cerca de 1.200 extranjeros pertenecientes a más de 40 nacionalidades, entre las cuales los españoles, los chinos y los estadounidenses representaron las dos terceras partes. Si desagregamos estas tres nacionalidades, se advierte que sobre los españoles recayó el mayor número de órdenes de expulsión (32 por ciento), seguidos por los chinos (19 por ciento) y los estadounidenses (11 por ciento). A diferencia de otras colectividades de extranjeros, los residentes hispanos estuvieron presentes en un extendido abanico de actividades: administradores de empresas rurales y urbanas, comerciantes, propietarios de fincas agrícola- ganaderas, profesionales, diplomáticos, trabajadores urbanos, sacerdotes y un ancho espectro de ocupaciones vinculadas al mundo de la delincuencia: ladrones, estafadores, vagos, traficantes de drogas, tratantes de blancas, prostitutas, etc. La distribución de los españoles a lo largo de toda la escala social constituye un dato exclusivo de esta nacionalidad, poniendo en evidencia que en la política de expulsión, los sentimientos antihispanos imperaron sobre privilegios correspondientes a las posiciones sociales de los inculpados.Al no existir claridad en torno a las causales que ameritan la aplicación del artículo 33, el titular del poder ejecutivo se conduce con un margen de arbitrariedad nada despreciable. Para el caso de los españoles, más de la mitad de las expulsiones se fundaron en razones políticas. Otro 25 por ciento se motivó por la participación en delitos del fuero penal, y para el resto de los peninsulares se desconoce el motivo de la expulsión. De alguna manera, estas cifras exhiben que la mayor cantidad de deportaciones obedecieron al espíritu que animó la aprobación del artículo 33 constitucional — esto es, condenar con la expulsión a todo extranjero que participara en actividades políticas. Sin embargo, en realidad, la supuesta filiación o participación política de un peninsular muchas veces sirvió de pretexto para condenar prácticas empresariales, comerciales o conductas sociales que a la mirada de los denunciantes violentaban el horizonte de justicia plasmado en la nueva legislación social producto de la revolución de 1910.Las expulsiones por aplicación del 33 constitucional se concentraron en la población urbana; más del 60 por ciento de los españoles radicaron en ciudades de mediano y gran tamaño, con una dispersión geográfica en casi todos los estados de la república. Esta última circunstancia marca una diferencia sustancial frente a las otras nacionalidades; así, mientras las expulsiones de peninsulares se verificaron en más de 20 entidades federativas, los estadounidenses y los chinos estuvieron representados en menos de la mitad de los entonces 30 estados federados. Casi las tres cuartas partes de las órdenes de expulsión contra españoles se concentraron en 6 entidades federativas. Algo más que la mitad correspondieron al Distrito Federal (30 por ciento) y Veracruz (23 por ciento), principales espacios en que históricamente se asentó la comunidad española. Estos fueron seguidos de lejos por Puebla (5 por ciento), Tabasco (4 por ciento), Coahuila (4 por ciento) y Tamaulipas (3 por ciento). Para explicar la política de expulsión, es necesario además considerar que esa política se articulaba con la conducta de las autoridades frente a las denuncias contra españoles. En este sentido, la suerte que corrieron esas denuncias dependieron de una serie de factores, incluyendo el grado de conflictividad entre las autoridades gubermentales y los peninsulares, la capacidad de los denunciantes para hacer a aquellas autoridades escuchar y procesar sus exigencias y las posibilidades de los españoles para articular estrategias de defensa.El caso de Veracruz resulta paradigmático, y aunque más adelante abundaremos sobre este asunto, merece asentarse la relación existente entre las distintas administraciones presidenciales y los espacios de residencia de los peninsulares expulsados. La política carrancista tuvo una incidencia directa en esta entidad federativa, toda vez que entre 1914 y 1920, el 45 por ciento de todos los españoles expulsados residían en Veracruz. El porcentaje de expulsados veracruzanos disminuyó al 17 por ciento durante la presidencia de Alvaro Obregón, cayó hasta el 11 por ciento en la gestión de Plutarco Elías Calles y en los gobiernos del llamado Maximato y prácticamente desapareció durante la administración de Lázaro Cárdenas. En sentido inverso se comporta la representación del Distrito Federal, en donde los expulsados españoles pasaron del 12 por ciento en la administración de Venustiano Carranza al 33 por ciento durante la presidencia de Alvaro Obregón, ascendieron al 41 por ciento en los años de Plutarco Elías Calles y el Maximato, y alcanzaron hasta un 67 por ciento durante el régimen cardenista. De esta manera, un estudio detallado de las manifestaciones regionales de la política de expulsión habría que tomar en cuenta el peso de un inobjetable proceso de centralización política manifestado en el hecho de que la capital del país se convirtió progresivamente en la principal proveedora de españoles expulsados.En el espíritu de los constituyentes de 1917, el artículo 33 consagra una facultad que el presidente podría usar de manera excepcional; sin embargo, en la práctica esto no sucedió. Entre 1914 y 1928, los gobiernos de Venustiano Carranza, Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles expulsaron a más de las dos terceras partes de los españoles y norteamericanos del periodo que estudiamos. Esta distribución se concentra aún más en el caso de los nativos de China; ya que el 70 por ciento de los expulsados de esa nacionalidad entre 1911 y 1940 correspondió al cuatrienio presidido por Alvaro Obregón. El uso de este artículo tuvo sus extremos entre la administración obregonista y el sexenio cardenista. La primera emitió cerca del 45 por ciento de todas las órdenes de expulsión del periodo estudiado, porcentaje que contrasta con el 1 por ciento correspondiente a la gestión cardenista. Al tratar de explicar estas diferencias, parece importante subrayar que poco tuvieron que ver las atmósferas de conflictividad social en las distintas administraciones. Durante el cardenismo, las tensiones sociales destrabadas tanto por la política interna como por la internacional del régimen tensaron los ánimos como nunca antes en la historia contemporánea de México. A pesar de ello, el artículo 33 prácticamente no fue usado. En todo caso, dar cuenta de los marcados contrastes en el uso de este mecanismo constitucional nos obliga a recordar que éste otorga una facultad exclusiva al titular del poder ejecutivo. En tal sentido, la decisión de su aplicación radica en una voluntad política convencida de que una declaratoria de indeseabilidad constituía la forma más expedita para resolver el conflicto que involucraba a un extranjero.En resumen, las tensiones sociales animaron sentimientos antiextranjeros que se materializaron en solicitudes o gestiones para expulsar a extranjeros. Sin embargo, para que esas solicitudes decantaran en órdenes de expulsión era necesaria una decisión presidencial, arbitraria y discrecional, fundada en las facultades que le confiere la constitución nacional.Hasta mediados de la década de 1910, el artículo 33 constitucional se aplicó principalmente a agitadores políticos con militancia sindical urbana, o a intelectuales con una manifiesta animadversión hacia el régimen, junto a algunos casos de extranjeros dedicados a actividades delictivas, tales como contrabandistas y estafadores. En este sentido, el poder maderista y el huertista continuaron el mismo patrón aplicado por Porfirio Díaz, quien empleó el artículo 33 para deshacerse de anarquistas militantes de organizaciones gremiales.Durante la presidencia de Francisco I. Madero, extranjeros vinculados a la Casa del Obrero Mundial fueron perseguidos y expulsados, tal como sucedió con el italiano Juan Fernando Moncaleano, editor del periódico libertario Luz, deportado bajo el cargo de "anarquista peligroso".13 Igual situación se observa con el español Andrés Sanz Coy, a quien Porfirio Díaz había expulsado en 1906 bajo la acusación de manifestar opiniones contrarias al régimen. Sanz Coy fue editor del periódico El Máuser en Orizaba, y años más tarde la policía del régimen le interceptó correspondencia con los hermanos Flores Magón. En febrero de 1912, desde su destierro cubano, solicitó permiso para reingresar a México, explicando que fue expulsado por Díaz, entre otras cosas, por "propagador de ideas un tanto socialistas". La cancillería maderista le negó el visado y en un documento reservado se apuntó, "[S]i en cualquier época es peligrosa la doctrina socialista, en las actuales circunstancias de nuestra patria resultaría en grado superlativo funesta la presencia de un apóstol como Sanz".14Las sublevaciones militares a lo largo del gobierno de Madero encontraron su correlato en la deportación de traficantes de armas directamente involucrados en partidas de alzados contra el gobierno. En julio de 1912, el presidente firmó las órdenes de expulsión de los españoles Robustiano Rueda y Liborio Badillo, "en vista de que se tienen pruebas irrefutables sobre el hecho de que . . . han estado traficando en la venta de armas para fomentar disturbios en la República"15; mientras que en octubre del año siguiente, el jefe político de Tulancingo, Hidalgo, detuvo al español José Yáñez, por tenerse noticias de que ha sido un "agente activísimo de los bandoleros que han merodeado en los límites de Puebla y este Estado distinguiéndose como enemigo del actual Gobierno". Dos días después del arresto, el gobierno federal emitió el acuerdo de expulsión.16Durante la administración de Victoriano Huerta se recrudeció la represión contra la Casa del Obrero Mundial, y entre sus miembros, los extranjeros fueron objeto de una particular persecución. En mayo de 1913, se inició una escalada represiva que alcanzó al catalán Eloy Armenta, a los vascos Miguel y Celestino Sorrondegui y al asturiano José Colado, "propagandistas asiduos de ideas disolventes y perniciosas para todo lo que significa orden, gobierno y propiedad".17 Cuando la prensa propagó la noticia de que varios de los expulsados eran expertos fabricantes de bombas de dinamita para volar edificios, el escándalo fue mayúsculo.18El estallido revolucionario tras el asesinato de Madero dibujó una nueva cartografía política y puso al descubierto la dimensión social de la lucha. Las tres facciones revolucionarias que se disputaron el poder entre 1913 y 1916 — zapatistas, carrancistas y villistas — tenían grandes diferencias, pero acordaban en su hostilidad hacia los españoles.19 En septiembre de 1914, el gobernador y comandante militar del estado de Puebla, el General Francisco Coss, emitió un decreto que prohibió a los españoles ocupar puestos en empresas agrícolas e industriales radicadas en esa entidad. También en aquel año, y en una entrevista que sostuvo un miembro del servicio exterior de España con Manuel Palafox, uno de los principales ideólogos del zapatismo, el diplomático transcribió lo siguiente, atribuyéndoselo a Palafox: "Todos los españoles son acaparadores de bienes que solamente pertenecen al pueblo, . . . no hay un solo español que no sea enemigo de nuestros ideales revolucionarios, y su exterminio debe ser y será completo".20 Mientras que en las zonas controladas por el villismo, la animadversión contra los peninsulares — que solían ser administradores de las haciendas o pequeños comerciantes — cristalizó en las órdenes masivas de expulsión dadas por Pancho Villa en 1913 y 1914 y que afectaron a buena parte de la colonia de peninsulares radicada en Chihuahua y Torreón.21El triunfo de los revolucionarios constitucionalistas, y la consecuente estabilización de la situación interna a partir de 1915, introdujo modificaciones sustanciales en el uso de artículo 33 constitucional. De ahora en más, la política de expulsión combinará un patrón de antiguo régimen: es decir, aquellas expulsiones gestionadas desde el poder para deshacerse de traficantes de armas o colaboradores con "rebeldes" de cualquier signo: zapatistas, villistas o felicitas. Junto a ellas, emergieron otras, producto de solicitudes populares que expresaban demandas de justicia frente a atropellos cometidos por extranjeros.El trámite de aplicación del artículo 33 por parte de los constitucionalistas parece haber recorrido dos momentos. Durante la etapa anterior a 1916, el carrancismo, carente de mecanismos institucionales fluidos, procedió a la expulsión de extranjeros sin que mediara más que la decisión política de los comandantes militares y de los gobernadores provisionales, y por supuesto la de Venustiano Carranza, en su calidad de primer jefe. A partir de las elecciones presidenciales de 1916, y una vez retomada la normalidad institucional, la Secretaría de Gobernación pasó a desempeñar un papel central en los trámites para aplicar del 33. Hacia finales de aquella década, esta secretaría concentró las denuncias formuladas y, si lo consideraba necesario, ordenaba una investigación de cuyo resultado dependía que el presidente firmara las ordenes de expulsión. Al promediar los años 20, este mecanismo adquirió mayor precisión, hasta el punto que el Departamento Confidencial de la aquella secretaría asumió la responsabilidad de investigar a todo extranjero cuya presencia se valorara como inconveniente.22Se denunciaban e investigaban asuntos de política interior, y los demandantes muestran una diversidad de orígenes: desde ciudadanos, partidos políticos, agrupaciones gremiales, sindicales y comunidades agrarias, hasta gobernadores, alcaldes, jefes de zona militar e inspectores de policía. Los destinatarios de estas solicitudes de expulsión fueron tan variados como los demandantes: el presidente de la república, el secretario de gobernación o de relaciones exteriores, el congreso federal o los estatales, los gobernadores de los estados, las autoridades municipales, etc. Todas las solicitudes, independientemente del destinatario al que fueran remitidas, eran canalizadas al secretario de gobernación.Es necesario subrayar que no todas las solicitudes fueron investigadas, y por lo tanto no todas culminaron en la expulsión. La distancia que medió entre una denuncia y la suerte que finalmente corrió configura un espacio de imprecisos contornos recortados por la discrecionalidad de las autoridades, la calidad de la investigación cuando era realizada y el uso de influencias políticas por parte del demandado o del demandante. En este sentido, fue muy flexible el lapso de tiempo que podía transcurrir entre una demanda y su culminación en una orden de expulsión. En la mayoría de los casos, la orden era ejecutada de inmediato, tal como se consigna en el texto constitucional. Así, en cuestión de días o semanas se decidía la suerte de un extranjero. Pero en algunos casos, el trámite podía demorar un par de meses. La demora muchas veces se vinculaba a las posibilidades de los demandados de obtener apoyos en alguna instancia de la jerarquía política, y así ejercer presiones que en algunas oportunidades conseguían que órdenes ya firmadas fueran más tarde revocadas por el propio ejecutivo.Las intolerancias encontraron un territorio fértil para manifestarse cuando la guerra civil mexicana tensó los ánimos de los revolucionarios mexicanos frente a una comunidad española que no escondió simpatías por el viejo régimen. Sucede que la relación entre los revolucionarios y los españoles se forjó a partir de un pecado original: el abierto antimaderismo de las asociaciones y los líderes más encumbrados de la colonia hispana, la posterior participación del representante diplomático de España en México en los hechos que condujeron a la renuncia y el asesinato del Presidente Madero y el Vicepresidente Pino Suárez, todo ello coronado con el inmediato reconocimiento que hizo España del gobierno golpista de Victoriano Huerta.23La identificación de los españoles con el régimen huertista explica en buena medida el decreto firmado por Carranza en marzo de 1916, ordenando la expulsión de todos los extranjeros que militaron en los diversos bandos enemigos del constitucionalismo.24 Esta resolución legitimaba órdenes y solicitudes de expulsión contra peninsulares que circulaban desde tiempo atrás, y que estuvieron dirigidas a aquellos extranjeros que, con grado militar, habían prestado servicio en facciones enemigas al constitucionalismo. Tal fue el caso de los españoles "José Cué y Lucio Fernández, quienes sirvieron a la llamada Convención con los grados de Capitanes de Primera y Segunda respectivamente", o de Victoriano Franco, residente en Oaxaca, que "militó a las órdenes del rebelde Higinio Aguilar".25 Pero también las órdenes de expulsión apuntaron contra prósperos empresarios agrícolas que no ocultaron sus simpatías con el gobierno de Huerta. Tal sucedió con Oscar Ocharán, detenido en Sonora bajo instrucciones de Alvaro Obregón, "por haber tomado participación en la política nacional ayudando a los enemigos de la causa y del gobierno constitucionalista". Ocharán fue deportado con rumbo a La Habana en febrero de 1915, y sus bienes fueron intervenidos. Cinco años más tarde, después de haberlos recuperado, desde Arizona solicitó autorización para reingresar al país para "atender personalmente la reconstrucción de sus fincas". La respuesta de la Secretaría de Gobernación es emblemática, tanto de la desorganización que privó en la administración pública como de la arbitrariedad con que se juzgó este caso. En los archivos gubernamentales no existía constancia de la aplicación del artículo 33, seguramente porque cuando Carranza dictó el acuerdo, su gobierno tenía por sede el Puerto de Veracruz. En febrero de 1920, buscando información para dar respuesta a la solicitud de Ocharán, un empleado de la Secretaría de Gobernación, entre la documentación de bienes intervenidos, encontró un informe indicando que "Oscar Ocharán es un parásito espáñol, a quien debió haber aplicado nuestro gobierno el artí-culo 33 constitucional, por haber tomado parte activa en contra del orden constitucional, ya con los traidores, ya con los reaccionarios o con unos y otros a la vez, en todas las épocas desde que comenzó el movimiento libertario". En el informe se suponía que Ocharán había huido "vergonzosamente al extranjero" en 1913, y esta breve pero contundente nota dio respaldo a la decisión de negar autorización para su regreso, a pesar de no existir registros de su expulsión.26Otro motivo de deportación fue la participación de personal diplomático o consular español en las facciones enemigas del carrancismo. Es conocido el caso del ministro plenipotenciario español, José Caro y Szécheny. Este diplomático — bajo sospecha de dar refugio en la sede de la legación al español Angel del Caso, quien había servido como agente y consejero político de Francisco Villa — fue expulsado del país en febrero de 1915, complicando aún más las ya tensas relaciones de Carranza con España.27Pero funcionarios de menor rango corrieron igual suerte, como Alfredo Bataller, vicecónsul en la ciudad de Colima, acusado por el gobernador de aquella entidad de ser un extranjero pernicioso, por "inmiscuirse repetidas veces en los asuntos y en la política interior de México". En realidad, el vicecónsul se opuso abiertamente a una expropiación de terrenos de una hacienda para ampliar el perímetro de la ciudad, además de distinguirse "por su vicio incorregible de esparcir noticias alarmantes con las cuales trata de infundir la desconfianza en el ánimo de los nacionales y extranjeros, los cuales no vacilan en darle crédito juzgándolo bien informado por su carácter consular". La solicitud del gobernador fue escuchada, de suerte que Ballader se vio obligado a embarcar en el Puerto de Manzanillo rumbo a San Francisco, California.28La comunidad española aportó cerca del 90 por ciento de los sacerdotes católicos expulsados bajo el calificativo de "indeseable". El radicalismo anticlerical fue consustancial al propio carrancismo, que pasó a legitimar sus posturas apelando a la permanente violación a las leyes de Reforma.29 De esta forma, fue permanente la demanda de parte de las autoridades civiles y militares para que se gestionara la expulsión de sacerdotes: "[Q]ue se vayan a su país, y que allí . . . sigan esquilmando al vulgo y envenenando a los creyentes", se anotó en El Demócrata en 1915.30 Por su parte, el General Agustín Millán, comandante militar del estado de Puebla, en enero de aquel año se dirigía a su superior, Alvaro Obregón, señalando la necesidad de expulsar a la totalidad de los sacerdotes católicos de aquel estado: "En el corazón de todo revolucionario honrado existe la convicción de ser el clero uno de los núcleos enemigos más formidables que se interponen a la realización de nuestros principios, [por ello] me considero con el deber de eliminar de raíz los elementos insanos que han sacrificado y sacrificarán a nuestra patria".31 La clerecía comenzó a sentir las amenazas y éstas, en algunos casos, se concretaron en órdenes de expulsión. En julio de 1915, desde el cuartel general de Villa de Reyes, en San Luis Potosí, se remitió la siguiente instrucción al sacerdote español Luis Navarro: "Sírvase usted inmediatamente que reciba ésta, emprender su marcha para el Puerto de Tampico donde se embarcará para que regrese a su país, pues en vista del comportamiento que ha tenido en contra de la causa del pueblo en la lucha civil que ha agotado a nuestra República . . . , se le aplica a usted el artículo 33 de nuestra Constitución, lo mismo que a los demás miembros que forman el clero extranjero".32Las expulsiones gestionadas desde la cumbre del poder fueron aplicadas también a agitadores obreros de filiación anarcosindicalista, a quienes el gobernador de Tamaulipas solicitó expulsar a mediados de 1917 en atención a "que los frecuentes movimientos obreros que se registran en el Puerto de Tampico obedecen exclusivamente a la labor de agitación de tres individuos españoles que se hacen llamar obreros". Dos semanas más tarde, Carranza acordaba la expulsión de Casimiro del Valle, Antonio Delgado y Antonio Ortiz, orden que — lejos de ser objetada por la diplomacia española, como ocurría en otros casos — contó con el aval del cónsul en Tampico, quien en una nota a la cancillería mexicana apuntó, "[T]odo elemento sano de la colonia española estará de acuerdo con tal medida".33La hispanofobia popular encontró interlocutores en algunos jefes revolucionarios, quienes no tardaron traducir esos sentimientos en una política que usó y abusó de la facultad constitucional para expulsar a extranjeros "indeseables". Durante el gobierno de Carranza, cerca de la mitad de la

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