Artigo Revisado por pares

El chivo

2018; Duke University Press; Volume: 22; Issue: 2 Linguagem: Espanhol

10.1215/07990537-6985907

ISSN

0799-0537

Autores

Aquiles Sánchez Villaman,

Tópico(s)

Historical Studies of Medieval Iberia

Resumo

Yo fui uno de los primeros en llegar al cementerio de El Pardo, poco antes de las ocho. De vez en cuando me acuclillaba para descansar un poco las piernas. No me atrevía a dejar mi lugar porque desde allí podía ver todo lo que entraba y salía. Además, aquel era el mejor ángulo para tomar fotos más o menos aceptables.Anclados en aquel camposanto madrileño, esperábamos a que sacaran el ataúd. Nadie se movía, nadie hablaba, pero yo sabía que era cuestión de tiempo para que la falta de estí-mulos provocara un cortocircuito en nuestras cabezas. Nos dijeron que empezarían a las diez de la mañana. Eran casi las once y seguíamos esperando, amontonados frente al portón de la tumba. En primera fila, nosotros, los periodistas. Respirándonos en la nuca se encontraban los funcionarios de ambos países y los familiares del difunto. Al final, todavía más apiñados y sin paraguas, había un grupo de curiosos que no sabía ni siquiera quién era el muerto.Cuando salí del hotel la temperatura estaba en los noventa grados. Se fue incrementando conforme avanzaba el día y para entonces debía estar cerca de los cien. El calor, atrapado bajo el chubasquero, me tenía la camisa pegada al cuerpo. La humedad del ambiente era asquerosa. Aunque la llovizna arreciaba un poco de vez en cuando, nunca llegó a convertirse en aguacero. Por encima de nuestras cabezas se extendía un toldo multicolor, impenetrable. Las gotas resbalaban por la tela y quedaban prendidas sobre la hierba. Era una lluvia desga-nada, triste, quizás avergonzada de caer el mismo día del acontecimiento. Pese a ello, el cielo aparentaba estar a punto de soltar un diluvio. Me pareció una forma de llover muy extraña. Primero, porque de donde yo vengo, si las nubes se hinchan de esa manera, cae agua hasta que las calles se convierten en ríos negros habitados por peces de cartón, metal y vidrio, recubiertos por una pátina de aceite de carro. También, porque varias veces creí ver las gotas interrumpiendo su curso para dar formar a una momia.A eso de las once, la Comisión Judicial dio orden de que se iniciara el proceso. El sepul-turero miró el letrero que había en la pared frontal del mausoleo de mármol negro: Familia Trujillo-46. Luego buscó entre el manojo de llaves hasta encontrar la que abría el portón. Giró hacia nosotros. Pensé que ejecutaría un rito, una oración, algo. ¿No es eso lo que se hace antes de entrar a una tumba? Pero se volvió de espaldas otra vez. Luego dio algunos pasos y abrió la puerta de cristal, en la que resaltaba una variante en hierro de la cruz bautismal.A los periodistas nos dejaron entrar en grupos de a tres para que tomáramos anotaciones y fotografías. Era de noche ahí dentro. Pero se podía ver algo gracias a los hilos de luz que filtraban los vitrales. En uno de ellos reconocí a la Virgen de la Altagracia, patrona de los dominicanos. Sobre tres altares había estatuillas de la virgen, flores secas, atriles y búcaros de mármol blanco, abandonados de cualquier modo. Se bajaba a la cripta bordeando un poco el altar del fondo. Pero, como el espacio y el tiempo en el interior eran limitados por dos representantes del Juzgado de Madrid, lo único que alcancé a ver fueron los primeros peldaños de la escalera.En la cripta había dos ataúdes. Uno debía contener el cadáver del Generalísimo y el otro el de Ramfis, sepultado allí seis meses antes que su padre. El hijo del General Chapitas murió en España el veintiocho de diciembre de 1969, a los once días de sufrir un accidente automovilístico. El Ferrari de Ramfis chocó de frente con el Jaguar que conducía la entonces duquesa de Alburquerque, Teresa Bertrán de Lis, quien falleció al instante.Martes, treinta de mayo de 1961. Frente al Palacio Nacional aguardan dos carros. Uno partirá hacia la Base Presidente Trujillo. El otro recorrerá la ruta acostumbrada en dirección a la Casa de Caoba de San Cristóbal. Un hombre, vistiendo bata y capucha negra, baja las escalinatas del Palacio escoltado por dos gringos. Risas alcoholizadas se ahogan bajo la tela que le cubre la boca. El encapuchado gira para ver, por última vez, la edificación revestida de motivos patrióticos. Pasa la vista por la imponente cúpula que corona el edifico. A través de una de las ventanas del tercer piso, percibe la silueta de un hombre bañada por una luz tenue. La contempla como si esperara un saludo, el adiós definitivo que le permitiría arran-carse de la tierra. Pero la sombra parece imitarlo y puede que también espere algo de él; que regrese para dejar de ser un espectro tallado en la ventana. Ambos se miran sin llegar a verse realmente. El que está abajo tose un par de veces con el pecho entre las manos. Levanta la cabeza para descubrir que la figura del otro hombre ha desaparecido. Se pregunta qué es lo que espera, por qué no se atreve a hacer algo tan simple. ¿Cuántas veces ha bajado esa misma escalinata? Vamos, tú puedes, se dice.Aspira tanto aire como puede y da el primer paso. Uno de los gringos entra al carro del lado del chofer. El otro sostiene la puerta, esperando por el encapuchado. Mientras avanza, el aroma de las flores le arranca un suspiro. Vuelve a detenerse, esta vez para visualizar la planta de jazmín que trepa el roble viejo, medio dormido en el ala izquierda. Termina el trayecto y salen en un carro blanco rumbo a la base aérea.Una hora más tarde, el canto de los grillos perfora la noche. La luna vuelve a esconderse detrás de una nube con forma de serpiente que se muerde la cola. La vegetación, inmóvil, parece luchar contra una parálisis colectiva. El paisaje es una foto a contraluz mal enfocada. Adentro, unos dedos callosos tamborilean sobre el escritorio del Salón de Embajadores. Por tercera vez, el hombre atraviesa la puerta de caoba y cristal que da acceso a la terraza del Palacio. Intenta ver la ciudad como lo ha hecho otras veces durante el día. Pero sus ojos son tragados por el velo de petróleo que se interpone entre él y lo que hay afuera. La dureza de la noche acaba desorientándolo. Es hora, dice una voz distante que viene de adentro.Va vestido de gala, con todas sus condecoraciones. Plancha con las manos la chaqueta de un blanco tan intenso que induce al pánico; una blancura capaz de oscurecer todo a su alrededor. Los pasos pretenden ser firmes, pero las rodillas le tiemblan y trastabilla constan-temente. En un acto no del todo consciente va a parar al Salón Verde. Recorre despacio la habitación, dando pasos entrecortados como la segundera de un reloj, los dedos rozando la pared, los ojos puestos en la cornisa al estilo Luis XV. Sale. Callan de repente los grillos.A la Casa de Caoba, dice tan pronto se acerca al vehículo. Zacarías, el chofer, no sabe si ha sido una orden o una pregunta y permanece en silencio. Justo antes de meterse en el carro, hace la señal de la cruz sobre el rostro. La repite sobre el pecho y cuando termina lanza con los dedos un beso al cielo. Vámonos de una vez, Zacarías. Claro que sí, Jefe.Los ataúdes estaban en un grado de deterioro muy similar y fue necesario revisar el contenido de ambos. Nadie mostró interés por el ataúd o los huesos del hijo. Ramfis no podía servir de muestra fehaciente para los exámenes debido a que siempre se rumoreó que era hijo de un cubano y no del Benefactor de la Patria.A los de la prensa no nos permitieron permanecer en el interior del panteón, así que tuvimos que esperar afuera. Más tarde escuché a un periodista local repetir lo que antes le dijo uno de los que sacaron el féretro: lo identificamos por las condecoraciones que había en el interior de la caja. Algunas estaban todavía adheridas a los pequeños trozos de una tela que se desvanecía al menor contacto, incluso con el aliento. Lo que encontraron equivaldría al ajuar funerario de un faraón moderno. En el interior del sarcófago de Ramfis, sin embargo, no había más que huesos, ni siquiera despojos de la ropa con que había sido sepultado. Lo volvieron a cerrar y empezaron la maniobra para sacar el ataúd del padre.La operación se complicó. Al momento de levantarlo por poco se deshace. No tar-daron mucho en darse cuenta de que sería imposible sacarlo sin que se desmoronara. Lo recomendable hubiese sido trasladar los restos a otro ataúd. Pero, al parecer, esta opción no fue contemplada o alguien se olvidó de traer el reemplazo. Terminaron enrollándolo con una tela gruesa. Empleando una soga, lo amarraron en forma de una cruz. La envoltura era protectora, pero también demasiado lisa, de modo que las manos no encontraban donde agarrar. Para facilitar el ascenso, formaron una cadena humana a todo lo largo de la escalera que bajaba a la cripta. Se demoraron un buen tiempo cuadrando la ejecución. Me imagino lo que trataban de resolver: cuántas manos son necesarias, adónde hay que colocarse, a qué distancia, bromas de muertos, risas, alguien que tose; empecemos, dice alguien e inme-diatamente se arma la maquinaria que dará a luz, una vez más, al Genio de la Paz y Paladín de la Libertad, Rafael Leónidas Trujillo Molina. Lo fueron pasando, montado en una culebra retorcida hecha de brazos, de mano en mano hasta subirlo a la camioneta.Cuando llegaron al Instituto Anatómico Forense de Madrid, depositaron el ataúd sobre una camilla de hierro. Le quitaron la envoltura. Lo abrieron. Soltó un polvillo amargo que impregnó el aire de la habitación. Tos, estornudos. Los que llevaban pañuelo aprovecharon para cubrirse con él la boca y la nariz. Yo me cubrí con el pliegue del codo.Para poder capturar la imagen de los remanentes de Trujillo levanté la cámara sobre las cabezas de los demás. Los flashes impedían la visibilidad. El médico forense agitaba las manos en señal de negación. Si no guardan las cámaras ahora mismo, tendrán que salir.El forense era un hombre de barba copiosa al que le brillaba mucho la calva. Debía rondar los sesenta años. Era de aspecto frágil, como si estuviera hecho de un cristal muy fino; aunque tenía un vozarrón que obligaba al respeto. Todos le hicimos caso de inmediato. Bueno, casi todos; un francés en sus veinte se atrevió a tomar otra foto. Con extrema lentitud, calmado y casi pensativo, el doctor fue hasta donde él. Lo miró un instante, en silencio. Luego de pasear la mirada por el grupo le tumbó la cámara de un manotazo. El aparato chocó una esquina del ataúd y desprendió un pedazo de cedro podrido. Las baterías y el lente cayeron por un lado, y el resto de la cámara por otro. El francés gateó por el suelo en busca de las partes. Cuando logró reunirlas se levantó y, como si nada hubiera pasado, se unió de nuevo a la jauría, ahora domesticada.En la Base Presidente Trujillo, un avión calienta los motores. El encapuchado hace gestos de incomodidad con la boca. Toma un trago de brandy Luis I. Juguetea un poco con el líquido antes de tragarlo. Desde la ventanilla del avión, alineados a un lado de la pista, ve una hilera de tiburones metálicos de muchos colores. Con sorna, pronuncia unas palabras en un inglés ininteligible. Uno de los gringos sonríe. Pero la sonrisa se convierte casi al instante en una mueca desdeñosa. El otro, absorto en quién sabe qué pensamientos, no se da por enterado. Qué secos son estos malditos gringos, les susurra el encapuchado a los dos militares de alto rango sentados en el asiento de atrás. ¿Qué esperan para arrancar esta mierda? Apura otro trago de brandy. Intencionalmente y sin que nadie lo note, vierte encima suyo un poco de la bebida. El licor se mezcla con la orina que le entibia la entrepierna. No puedo beber en paz con este trapo en la cabeza, dice, quizás tratando de convencerse de que fue un accidente. Ahora tengo que cambiarme esta jodienda. Voy al baño, que alguien me dé otra bata.El cadáver de Trujillo tardó nueve años en llegar al cementerio de El Pardo. La primera sepultura le fue dada en San Cristóbal, treinta kilómetros al oeste de la capital dominicana. A finales de la década del cuarenta, Trujillo ordenó construir una iglesia en su ciudad natal, donde estuvo la casita de madera de su infancia. En el sótano del templo había una cripta de doce nichos para la familia. Allí fue enterrado en un féretro de bronce. Antes de que cumpliera seis meses de muerto, lo trasladaron a un mausoleo de cuarenta y cinco mil dólares, en el famoso cementerio Père Lachaise de París. Aireado por la brisa fría de diciembre, sin más testigos que la familia inmediata, descendió a su segunda sepultura para hacerle compañía a Oscar Wilde, Chopin, Apollinaire, Proust, Modigliani, La Fontaine, Balzac, Molière, Delacroix y muchos otros. A mediados de junio de 1970 el cadáver de Trujillo se reunió con el de Ramfis en el cementerio de El Pardo.El Chevrolet va rumbo a la Casa de Caoba por la Avenida George Washington. El Jefe tamborilea sobre su muslo derecho. A su izquierda se extiende una sábana de agua sobre la que bambolea una estela de luz. La luz traza, en zigzag, un sendero hacia la mitad de la luna, que emerge desde el mar. Las palmeras que bordean la carretera lo ven pasar. No se mueven, y eso lo desconcierta. Las prefiere cuando parecen vivas y se mecen al ritmo del repicar de tambores y acordeones que le trae la brisa. Pero esta es una noche sin viento, seca, muerta. No han visto un solo carro en todo el trayecto.—¿Pero qué noche es esta, Zacarías?—Sí, una noche rara, muy rara.—No me gusta nada. Mejor apúrese, a ver si llegamos de una vez.Después de mucho esfuerzo, logré abrirme paso hasta quedar frente al ataúd. Tenía la idea de que el esqueleto proyectaría la imagen del Trujillo vivo, que me encontraría con una osamenta fuerte, de aire macabro. Pero en los huesos desgastados no había rastros del hombre que partió en dos la historia dominicana. No logro entender por qué, pero me sorpren-dió muchísimo que no hubiera ni una sola hebra de cabello por ningún lado. De pronto, tuve la impresión de que lucía aterrado, quizás un poco triste. Completamente decepcionado, acepté que un cadáver es eso, un cadáver, sin importar a quien le haya pertenecido. Reconstruir a Trujillo desde los restos que tenía en frente era como intentar recuperar un sueño olvidado.El radio del Chevrolet toca “Que viva el Jefe.” Zacarías la tararea llevando el ritmo con los hombros y la cabeza:La Patria siente deseos de halagarte,el pueblo tiene confianza en tu podery yo siempre estoy dispuesto a defendertepor tu obra de patriota y tu saber.Recuerdo muy bien cómo se armó el asunto. Tres o cuatro meses antes del desentierro, empezó a circular por Internet un artículo titulado “No estaba muerto, andaba de parranda”. Este afirmaba que Rafael Leónidas Trujillo Molina vivió en paz y millonario hasta los noventa y nueve años, que murió en Madrid, en su cama y sin sobresaltos. Fue un doble al que mataron, decía casi a la mitad, un campesino que se le parecía mucho. Más abajo acusaba a los gringos de haber diseñado el plan de escape perfecto. En varias ocasiones, con tono de reproche y empleando siempre las mismas palabras, reiteraba que Trujillo estuvo enterado de todo desde el principio, que lo supo incluso antes de que los gringos le llevaran la propuesta. Y que aceptó a cambio de que le permitieran llevarse la fortuna que había amasado durante sus treinta y un años de gobierno.La prensa dominicana puso en marcha una campaña mediática en contra del artículo, más por indignación que por defender la historia. Los periódicos dedicaron editoriales de páginas enteras para desmentirlo todo. Los noticieros categorizaron el hecho como una broma de mal gusto que no tenía ni pies ni cabeza. Los programas de comentarios, tanto radiales como televisivos, se burlaron abiertamente del escrito y tildaron al autor de inmaduro, antipatriota e imbécil. Fue tanto lo que se habló del tema que todo el mundo quería que se investigara a fondo. Incluso la clase poderosa, dueña del dinero, de políticos y militares, se mostró a favor de la pesquisa.Siete personas más abordan el avión.Por fin, dice el hombre de la capucha. Ahora podemos irnos a la mierda de una vez por todas. Se toma un trago largo, esta vez directamente de la botella.Entre los recién llegados hay dos que vienen también con la cabeza cubierta. Las siluetas trazadas por los pliegues de las batas revelan dos cuerpos de mujer. Ambas lloran en silencio. Una se sienta al lado del primero, que vuelve a empinar el codo sin siquiera mirarla. La otra se acomoda en uno de los asientos traseros, junto a uno de los militares dominicanos que acaban de llegar con ella. El militar la abraza con ternura y al poco tiempo cesan los jipidos. Un tercer gringo se acomoda en medio de los otros dos en el momento en que un general da la orden de partir a los pilotos. Cinturones, por favor, resuena en los altavoces.El avión realiza una maniobra lenta para colocarse en la pista de despegue. Acelera. El primer encapuchado se aferra al asiento. Cuando alcanza velocidad, las sonrisas de los tiburones metálicos forman una mueca alongada, entrecortada de vez en vez por la vibración. En poco tiempo la nave parte los cielos con su pico de acero. Destino, París. En el interior ya nadie se cubre la cabeza.Dos o tres semanas más tarde, la Procuraduría General de la República creó una comisión especial para investigar el caso. Nadie supo quiénes conformaban aquella delegación. La identidad del autor del artículo no fue revelada, probablemente porque nadie lo buscó. Conseguir un testimonio firmado por un antiguo compañero de escuela de uno de los hijos de Ramfis fue mucho más fácil. El testigo fantasma confirmó haber escuchado al nieto de Trujillo decir que su abuelo no fue asesinado. No hubo forma de corroborar el testimonio. Tampoco se supieron los nombres del nieto ni del testigo. De todas formas, se montó un caso con todas las de la ley. La embajada dominicana solicitó un permiso de exhumación al gobierno español para hacerle pruebas de ADN al cadáver de Trujillo.La petición fue denegada bajo el argumento de que no violentarían los deseos de los familiares del muerto a menos que se presentaran pruebas contundentes. Y cada vez que el embajador dominicano apelaba, recibía un no rotundo. En una entrevista el embajador dijo que en ocasiones el puritanismo es más poderoso que la justicia. El entrevistador le preguntó que a qué se refería con eso. Pero explíqueme usted, le contestó, qué problema puede significar sacar a un muerto de más de medio siglo que ni siquiera es español. Tiene que ser por una cuestión moral o religiosa.Con el tiempo la gente dejó de presionar a las autoridades. El caso estuvo al tris de ser cerrado. Pero por esos días salió a la luz pública otro caso judicial en el que estaba involucrado un cura español, precisamente madrileño. Después de pasar casi un año soterrado bajo la rumba de querellas que se amontonaban en la fiscalía, sin que la insistencia de los padres de las víctimas y las organizaciones comunitarias sirvieran de nada, el caso rompió las barreras políticas, periodísticas y eclesiásticas. El sacerdote estaba acusado de violar a más de una docena de niños de entre seis y doce años. Según el informe del fiscal, la querella fue presentada por la junta de vecinos del barrio.A los pocos días se reestablecieron las negociaciones entre los dos gobiernos. Ahora los dominicanos tenían al cura español para el trueque. Todo quedó resuelto en una reunión que no pasó de quince minutos. El gobierno español concedió el permiso a cambio de que todos los cargos en contra del sacerdote fueran desestimados y de la entrega de un documento en el que al menos un familiar del muerto autorice la exhumación. Ese mismo día se redactó el escrito para que Angelita Trujillo lo firmara.A solo minutos de que los padres de los niños abusados recibieran el dinero de la indemnización, el cura iba rumbo a Madrid en un vuelo privado.Yo siempre quiero que el General Trujilloesté en la batuta de nuestra nación,que las cinco estrellas sigan con su brilloy el pueblo dé siempre su protección . . .El plan era cotejar la muestra de ADN de Trujillo con la de Angelita. Pero Angelita se negaba a dar su consentimiento. Es que no lo van a dejar descansar en paz, le dijo al funcionario que le llevó el documento. Ustedes no se cansan de inventar cosas. ¿Qué más van a decir? El hombre insistía y ella iba de un lado a otro tragándose las palabras que realmente quería decir. Le ofreció dinero y favores políticos. No, le dije que no voy a permitir que lo saquen. Él se levantó y caminó hasta el retrato de Trujillo que cubría la mayor parte de la pared del fondo. No era la única imagen del padre, pero sí en la que se veía más glorioso. Lo observó minucio-samente y hasta tocó el relieve de la pintura. Todavía mirando el cuadro le dijo que el pueblo merecía saber la verdad. ¿La verdad? Déjeme decirle que la verdad esa de la que usted habla no es la mía. Eso no es una misma cosa para todo el mundo. Además, yo no me presto para charlatanerías. Lo vamos a sacar como quiera, dijo él. Váyanse al carajo, coño. Ya me tienen harta con sus difamaciones. Váyase y déjennos tranquilos, que ya nos han jodido bastante.En menos de una semana, el mismo hombre regresó a la casa de la Florida, en Miami. Esta vez Angelita no le permitió entrar. Entreabrió la puerta para recibir la carta de la fiscalía firmada por el Fiscal General. Léala muy bien antes de responder, dijo extendiéndole el sobre. Al rasgar una esquina de la envoltura, Angelita casi le arranca un pedazo al documento. En la carta se le exigía que colaborara porque, si no, estaría obstruyendo la ley y sería sometida a la justicia. En una sola línea, separada del párrafo inicial:Obstrucción de la justicia, pena mínima: tres años de cárcel.¡Banda de come mierda! ¡Hijos de la gran puta!, gritó por la ventana para que el emisario la escuchara. El hombre volteó el rostro y, sin decir nada, se metió al carro que lo esperaba frente a la casa.Esa misma tarde Angelita firmó la carta y llamó al Fiscal para hacer los arreglos. Acordó recibir al médico que colectaría una muestra de saliva y otra de cabello. No quiero periodistas, exigió. Pero, como no le dejaron otra salida, terminó aceptando uno para que documentara el procedimiento. Nadie más va a entrar en esta casa. Arrellanada en un mueble de la sala, hizo pedazos lo que quedaba del sobre.En el asiento trasero, el Jefe no parece inmutarse ante la letra lisonjera de la canción. Vamos, Zacarías, meta el pie, carajo, que estas no son horas para andar paseando, dice mientras mira por la ventana. A este paso no llegaremos nunca. Ni que esta máquina fuera una mula renca.Ese era el segundo carro estacionado a orillas de la avenida. ¿Vio ese otro, Zacarías? Las piernas le tiemblan. Se corre al otro extremo del asiento, al lado de la ventana que mira hacia el mar. No se preocupe, seguro que son carros descompuestos que llevan algún tiempo ahí, responde el chofer.El forense pasaba una y otra vez los dedos por la dentadura del cadáver. El informe médico decía que la dentadura era postiza. Pero los dientes sujetos a la osamenta le pertenecían al muerto. Entonces se preguntó de quién era la prótesis dental que había en la caja. Después de observarla detenidamente, levantó la mirada e hizo un encogimiento de hombros.La autopsia oral quedó automáticamente descalificada. Al final se decidió por el fémur izquierdo. Empacó el hueso y se lo pasó a unos de los asistentes.Dos juegos de luces se acercan por detrás a gran velocidad. El Jefe expulsa mucho más aire del que inhala y empieza a sentir la falta de oxígeno. Baja un poco el cristal de la ventana. Los pulmones se le saturan de un aire salado que pica en la garganta. La brisa le llena la boca y le saca un hilo de baba. Junta los labios de golpe y sube el cristal. Siente que la noche se lo traga. Cuando mira hacia atrás, los dos carros se encuentran a muy poca distancia. Un tercero, que sale de la intersección que acaban de pasar, se les une.En la vibración del asiento, siente cómo Zacarías presiona el acelerador hasta el fondo. El motor del carro se queja con un ronroneo ahogado. Ganan distancia y la noche se les aclara un poco. Mira hacia atrás por el parabrisas trasero al tiempo que palpa el revolver que lleva en la cintura. ¿Quiénes eran esos? ¿Qué querían? Antes de responderle, Zacarías espera a que las luces de atrás desaparezcan por completo. No sé, pero buenos no eran. Casi se nos tiran encima.En el trajín de la escapada, el radio pierde la sintonía y lo que sale de las bocinas es un ruido blanco que cruje a veces. Zacarías cambia la emisora en busca de un merengue. El Jefe deja caer los hombros, se seca el sudor de la frente con el reverso de la mano derecha y reza en silencio una oración para que a esos carros se los trague la tierra.Antes de abandonar la sala, el forense dijo que teníamos cinco minutos para sacar fotos. Los dos asistentes lo siguieron. Tras ellos salieron los representantes del gobierno español y la delegación dominicana.Entre empujones e improperios, tratábamos de retratar la dentadura postiza. Los flashes de las cámaras simulaban un espectáculo pirotécnico que, por su proximidad, desagradaba a la vista. Entretanto, el cadáver posaba con su mejor cara, un fémur menos y un juego de dientes extra.Casi una hora después me encontraba en mi cuarto de hotel revisando las fotos. Mientras las veía, mi mente recreaba un final para el dueño de los huesos.Una cosa más negra que la noche está en medio del camino. El chofer reduce la velocidad y acerca la cara al cristal. ¿Qué pasa, Zacarías? ¿Por qué se detiene? Veo algo grande en la boca de la curva y no quiero que nos pase como la vez del caballo. Creo que es una vaca atropellada. No se pare, pásele por arriba si es necesario. Poco a poco van apareciendo los contornos de un cuerpo que muta con rapidez. Eso no es ningún un animal; acelere, Zacarías, acelere. El chofer obedece, los brazos tensados, la espalda contra el asiento. En pocos segundos cambia de parecer y frena de golpe. El olor a caucho quemado le revuelve el estómago, le saca un par de lágrimas. Se cubre la nariz y espera a que se disipe.Alcanza a ver un carro y cuatro hombres armados de escopeta atravesados en la parte más angosta de la carretera. Zacarías mete la reversa. Pero cuando mira hacia atrás ve tres carros en medio de la calle, uno al lado del otro. La proximidad de las luces le permite intuir que por ese lado tampoco hay escapatoria. ¿Y ahora qué hacemos? Zacarías queda pensativo, los ojos indecisos entre el espejo retrovisor y los hombres que tiene delante. Entonces saca una pistola, se persigna con ella y responde: No hay nada que hacer, démosles el plomo que tenemos.Los carros de la retaguardia avanzan lentamente y uno coge la delantera. De las dos ventanas traseras salen dos ametralladoras, como si de pronto le nacieran dos patas de araña. Las luces de uno de los carros se apagan y prenden. Zacarías dispara primero. Acostado en el asiento trasero el Jefe oprime su revólver contra el pecho. Tiene la impresión de que todo sucede muy lentamente. Las detonaciones se encadenan entre sí hasta formar una explosión que no acaba nunca y que desaparece los demás sonidos, salvo por el ruido parecido a la fricción de una navaja contra un cristal que se le embute en los oídos. Las luces se apagan y prenden por segunda vez.A Zacarías se le acaban las balas y se deja caer en el asiento contiguo. Dispare, hombre, que nos matan, incita al de atrás. Otro cambio de luz y los acribillan a fuego cruzado.El chofer está mal herido, inconsciente. El Jefe también ha sido impactado y sangra mucho. Pero todavía está lo suficientemente lúcido como para sacar una mano por la ventana y disparar al aire, a las palmeras, al mar. Hace una pausa. Ve el rojo creciente arropando al blanco, una mancha expansiva que nace en el vientre y que pronto le cubrirá el pecho. ¿Zacarías? ¿Zacarías? No recibe respuesta. Ahora si me llevó el diablo, dice. Entonces abre los ojos, apunta a los carros de atrás que están más cerca y abre fuego. Escucha cristales que se rompen, gritos, el chirrido latoso del metal al ser traspasado por el plomo, más gritos. Satisfecho, tira a un lado el arma sin balas. Los que venían persi-guiéndolos salen de los vehículos y se juntan en medio de la calle. No le quedan fuerzas para levantar la cabeza y la vista le empieza a fallar. El mundo aparece y desaparece. Ahora los perseguidores son sombras estiradas sobre la carretera, hombres de humo negro que avanzan a ras del suelo.Consigue salir del carro por el lado menos expuesto. De pronto le sueltan otra ráfaga y a él, más allá que aquí, le parece el eco de la anterior. Más de sesenta balas impactan el carro. Cinco en su cuerpo y ya son siete las que tiene adentro. Tendido en el suelo, se empieza a ahogar en su propia sangre.Uno se le acerca, le siembra una rodilla en el pecho y le mete la mano en la boca. Quiere llevarse la caja de dientes como suvenir. No sale. Inspecciona la cavidad una, dos, tres veces. Los brazos le tiemblan y una gota de sudor se le desprende de la barbilla. Los demás esperan a que les muestre los dientes del Chivo. Con los ojos y la boca bien abiertos, se levanta para mirar a sus compañeros que callan de repente al ver su rostro. Sólo se escucha el regurgitar de la sangre que ahoga al que está tirado en el suelo. A paso lento, avanza en dirección al grupo, las manos al aire, vacías y ensangrentadas.

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