Artigo Revisado por pares

Devociones a través de los inventarios

2021; University of California Press; Volume: 3; Issue: 4 Linguagem: Espanhol

10.1525/lavc.2021.3.4.95

ISSN

2576-0947

Autores

Katherine Moore McAllen,

Tópico(s)

Historical Studies in Latin America

Resumo

El presente ensayo busca presentar nuevos estudios que examinan las ideas relacionadas con el arte y la arquitectura de las comunidades locales del Valle Sagrado del Perú. Este artículo analizará con cuidadoso detenimiento la iglesia de San Martín de Tours en Huarocondo y sus pinturas decorativas, para así explorar por qué los mecenas indígenas establecieron su identidad y prominencia en esta comunidad. Los murales al fresco y los retablos encargados en el siglo XVII, revelan el modo en que estos descendientes de las elites incaicas negociaron su poder dentro de esta cultura visual —como propietarios de haciendas y líderes de sus comunidades— para así crear nuevas formas artísticas que eran exclusivas a este contexto local.Este ensayo busca alejarse del análisis exclusivo de las escuelas de pintura de los principales centros urbanos de Lima y Cusco, explorando por ello la obra de artistas menos conocidos, las nuevas tradiciones pictóricas y las complejas realidades e historias que yacen detrás de sus creadores (fig. 1). Este nuevo estudio de caso prestará especial atención a los artistas andinos y descendientes de los incas en las comunidades de Anta, Zurite y Huarocondo, en el Valle Sagrado, ubicado a las afueras del Cusco. Dichos mecenas incaicos, que encargaron pinturas con iconografías híbridas y en donde los donantes locales se yuxtaponían a los santos católicos, crearon en los Andes discursos visuales singulares e inventivas formas artísticas. Estas nuevas imágenes pictóricas que no se adecuaban del todo a los modelos europeos, y que fueron cambiando en el siglo XVII para satisfacer necesidades más locales, crearon estilos híbridos que trascendieron las narrativas de la conquista y que no separaron los pasados indígenas de su presente colonial, originando más bien pinturas singulares que encarnaban poderosas identidades andinas. Este ensayo está basado en las ideas de Thomas B.F. Cummins que abordan las aporías en el enfoque de George Kubler, quien a pesar de su reputación fundamental en el campo, no reconoció la perseverancia y el significado importante de la estética y las expresiones culturales andinas.1 Este ensayo examinará cómo la identidad nativa en el Valle Sagrado en Perú no fue borrada en el periodo colonial y los artistas continuaron representando activamente los motivos indígenas y desempeñando un papel clave en la manipulación de su propio espacio religioso. Al escribir sobre los artistas indígenas que subvierten activamente los signos simbólicos de la hegemonía y negocian su poder en la Nueva España, Dana Liebsohn escribe que aunque "no podían 'resistir' abiertamente las invasiones de sus límites físicos, los artistas indígenas encontraron formas de evitar 'la extinción de los motivos precolombinos' y la invasión de sus límites simbólicos y de su identidad indígena".2 Los comitentes en Huarocondo encargaron imágenes que representaban la resistencia de la cultura indígena. Los artistas no eran sujetos pasivos subsumidos por el colonialismo, sino que constituían una floreciente fusión de fronteras donde los miembros de la comunidad indígena permanecían proactivos en la producción de arte y desempeñaban un papel importante en la formación de sus propios espacios religiosos.3 Esta investigación sobre la producción de arte y la arquitectura en el Valle Sagrado contribuirá a las ideas ya planteadas por investigadores como Stella Nair, Rolena Adorno, y Cummins en su ensayo en esta revista desafíando las jerarquías del arte y las categorías raciales, que Kubler utilizó para crear un nuevo estudio que deconstruye las interpretaciones marginadoras de las lecturas europeizadas del arte colonial andino.4 Las pinturas en Huarocondo encargadas por líderes indígenas para representar su identidad andina revelan que estos mecenas utilizaron el retrato como un "discurso de poder" colonial para negociar activamente la visibilidad de sus posiciones.5 Al tratar de elevar el arte regional, estudiar el papel de las iconografías indígenas en la formación del arte colonial y descubrir las contribuciones de los artistas y mecenas indígenas y mestizos dentro de este controvertido período de la historia del arte, este ensayo revelará nuevas estrategias de las comunidades andinas para afirmar su legitimidad y crear su propia memoria cultural.El estudio del arte regional en las áreas fuera del Cusco debe iniciarse examinando el patrocinio prestado al arte en el Cusco, en la ciudad sacra de múltiples capas históricas y cuya historia es un palimpsesto por naturaleza.6 Como capital del Imperio inca llamado Tahuantinsuyu, el Cusco fue una ciudad sagrada mucho antes de la llegada de los españoles. Su catedral fue construida con la arena sagrada de la antigua plaza de la ciudad, y la Compañía de Jesús, la iglesia de los jesuitas, fue levantada encima del Amarucancha incaico.7 El inca Garcilaso de la Vega fusionó el pasado inca con el presente colonial en su paseo imaginario por Cusco en la década de 1550 al describir cómo era la ciudad de su juventud.8 Los recuerdos visuales de la arquitectura inca sobrevivieron en todo lugar a la reorganización colonial de la ciudad. En palabras de Tom Cummins, "esta reutilización, en el Cusco, de los materiales de construcción y de los cimientos, indica que la disputa entre españoles e incas se hizo presente de inmediato y que siempre habría de estar presente".9Los estudios de caso realizados en el Cusco, asimismo revelan que durante el periodo colonial los donantes locales indígenas y mestizos tuvieron un papel clave en la creación de obras de arte y de arquitectura con las cuales exhibir su influencia, su poder e identidad. Las evidencias de archivo revelan que los mecenas se hicieron presentes al apoyar los encargos de pinturas y la construcción de templos con las rentas producidas por sus empresas agrícolas diseminadas en propiedades y haciendas que pertenecieron a la Compañía de Jesús y cuyos productos fueron viñedos, vidrio, panllevar, hierbatería, huertas, olivos, caña, sal, cantera y legumbres.10 Por ejemplo, el plano de la iglesia jesuita de la Compañía, en el Cusco, devela que para el siglo XVII, esta orden había construido —dentro de su complejo— una capilla de indios adyacente al templo principal con sus propias entradas independientes, en donde los indígenas podían cumplir con sus devociones.11 Estas huellas halladas en la documentación colonial, en este caso en el archivo de la Curia de los jesuitas en Roma, arrojan luz sobre el significado cultural de los objetos de arte que alguna vez ocuparon dichos espacios. La documentación confirma que los mecenas indígenas y españoles de la Compañía donaron haciendas afuera de la ciudad a los jesuitas, entre ellas las de Pachachaca, Mollemolle, Huarayapata, Vicho, Gamara, Ayuni y Piccho, y que la orden se mantenía con estas rentas.12 Dichas haciendas sostenían financieramente a esta iglesia, y las donaciones incluían fondos para la decoración de estos espacios con pinturas, esculturas y retablos dorados. La documentación de archivo asimismo identifica a los comitentes indígenas que mantenían a las cofradías de indios y las capillas indígenas de esta particular capilla jesuita para indios, a la cual también se conocía como la capilla de Nuestra Señora de Loreto (fig. 2).13 Los donantes que se identificaron a sí mismos en los inventarios como miembros de la elite indígena, como por ejemplo doña María Pancar Occlo y don Mateo Quispe, mayordomo de la cofradía de Nuestra Señora de Loreto, mencionan haber donado fondos de sus haciendas para decorar esta capilla en la Compañía, que se alzaba a la izquierda del templo principal. Esta erección de una capilla indígena autónoma, que funcionaba como una iglesia dentro de una iglesia —algo que los jesuitas también repitieron en otras ciudades—, ayudó a estos mecenas indígenas y a las cofradías nativas a que crearan un espacio para las devociones locales. Desafortunadamente, su expulsión en 1767 hizo que con el tiempo el programa decorativo de esta capilla, así como la instalación original de obras de arte en el templo principal de la Compañía, fueran desmontados y transformados.Dentro de este nexo de documentación textual que brinda evidencias materiales de los mecenas locales y mestizos, así como su rol activo en el apoyo prestado a la producción artística, vemos que las iglesias parroquiales del Valle Sagrado también mantuvieron un diálogo artístico con la arquidiócesis del Cusco. En el siglo XVII, el obispo de Cusco, Manuel de Mollinedo y Ángulo, visitó todos los pueblos y templos de la diócesis y brindó apoyo financiero para el mantenimiento de las iglesias parroquiales del Valle Sagrado.14 Fue tal su dedicación y preocupación por mejorar las condiciones físicas de las iglesias que hizo reformas sustanciales para lograr la decencia, el orden y la elevación estética de los edificios e instalaciones.15 Buena parte de esta historia, viene a reforzarse con los inventarios que descansan en los libros parroquiales de las iglesias diseminadas en el Valle Sagrado, en donde puede constatarse que los esfuerzos iniciados en 1674 por el obispo, continuaron durante los siguientes veinticinco años de su gobierno como prelado de Cusco, pues mandó inventariar a su población y a conocer de manera precisa el estado general de los inventarios de todas las iglesias parroquiales para mantener al día todo lo que sucedía en los pueblos más alejados de su diócesis, sin interrumpir su mecenazgo como cabeza del obispado.16Los donantes indígenas en las cercanías de Anta, que poseían y operaban haciendas en sus propios pueblos locales, también tuvieron un papel importante en la producción artística. El pueblo de Huarocondo floreció en el periodo virreinal, junto con los poblados vecinos de Zurite, Qollurit'i y Pucyura, al ser comunidades en donde las familias andinas poseían haciendas y tierras agrícolas a las cuales cultivaron y mantuvieron durante los tres siglos del periodo virreinal. En la iglesia de San Martín de Tours, en Huarocondo, los comitentes andinos encargaron pinturas donde se les presentaba junto a las devociones con las que mantenían un estrecho vínculo económico. El templo parroquial de San Martín de Tours es una iglesia de una sola nave del siglo XVII, con una entrada lateral del tipo de arco triunfal flanqueada por pilastras y motivos decorativos pintados en trampantojo, como detalles de huevos y dardos sobre los capiteles encima de los dentellones (fig. 3). Al entrar a la iglesia se ven los muros extensamente pintados con imágenes de santos y ángeles, motivos florales y pilastras y columnas salomónicas pintadas. Estas decoraciones murales hermosamente pintadas, que parecen estar dialogando con otras iglesias del Valle Sagrado, como Andahuaylillas y Canincunca, contienen deslumbrantes motivos ornamentales basados en diseños grotescos que incluyen a la flora y fauna autóctonas, como la vizcacha, y que representan a los donantes locales posando en las pinturas.17 Por ejemplo, el altar lateral de Nuestra Señora del Carmen en la nave presenta una imagen de la Virgen coronada por la Trinidad, con un donante indígena postrado a la izquierda del lienzo en actitud orante (fig. 4). La figura local tiene los cabellos sueltos y está vestido con una túnica simple que no tiene contiene decoraciones europeas. Al caminar por la nave hacia el altar, la escena pintada encima del arco del transepto presenta a un grupo de catorse figuras indígenas arrodilladas delante de la Virgen de la Merced (fig. 5). Este grupo de hombres y mujeres vestidos con túnicas blancas y negras sostienen rosarios, y algunas posan su mano sobre el hombro de la figura siguiente sugiriendo así que son miembros de una familia o parientes cercanos. Los cabellos cortados de los donantes masculinos y sus uncus negros transmiten su vestimenta e identidad indígenas de un modo claro y nada ambiguo.Al pasar bajo el arco del transepto, el espectador que avanza hacia el altar principal se encuentra con cuatro grandes pinturas en el retablo mayor, cada una de las cuales contiene una imagen de devoción junto con un donante nativo al que se identifica en el lienzo. A partir de la fecha de 1675 que aparece en una de las pinturas, a la que volveremos a continuación, se puede concluir que debido a la similitud estilística entre los lienzos seguramente todos datan de la misma época, el tardío siglo XVII.18 Sin embargo, la pintura inferior derecha representa una iconografía única con un santo, posiblemente San Bernardo, que sostiene los instrumentos de la pasión de Cristo con unos nítidos pliegues en su ropaje ejecutados en un estilo que recuerda al periodo manierista de casi un siglo antes (fig. 6-7). Esta pintura representa a dos donantes incas en cada esquina de la parte inferior del lienzo, y tiene una inscripción textual que identifica al donante indígena de la izquierda como don Sebastián Flores, y al de la derecha como don Cristóbal Atau Paucar.19 Ambos están representados como miembros de la elite nativa, con los cabellos cortos y túnicas negras simples sobre camisas de mangas blancas. La documentación de archivo identifica a los miembros de la cofradía de San Martín —encabezados por la familia Flores— y la cofradía de las ánimas —conducida por los Atau Paucar— de esta iglesia entre los siglos XVII y XIX.20El retrato de una donante, cuyo nombre aún resta identificar y que se encuentra detrás de doña Juana Atau, se halla en la gran pintura del segundo cuerpo (o registro) encima de esta imagen del retablo. Viste un tocado indígena tradicional de los Andes del Sur y su nombre está escrito textualmente al lado de su retrato, doña Juana Atau, que es el mismo apellido del mecenas inca en el gran lienzo debajo de ella, en el primer cuerpo de este retablo mayor. Al otro lado del altar principal se encuentra otro donante inca, retratado en una pintura devocional de Santa Rosa de Lima (fig. 8). Santa Rosa aparece con una corona de rosas y sosteniendo una guirnalda de estas mismas flores, con la imagen del Niño Dios al centro. La pintura fue firmada cuatro años después de que Santa Rosa fuera canonizada, en 1671. El donante aparece abajo a la izquierda como un inca vestido con una túnica de color gris claro encima de una camisa hispana blanca, con las manos dobladas en oración. Este lienzo contiene la misma identificación textual del nombre al lado de su retrato: don Lorenzo Manca. En frente de su retrato, en la esquina opuesta, se halla un detalle importante que reclamaba un lugar de poder para este donante indígena: una imagen de la iglesia de San Martín en Huarocondo (fig. 9).21 El artista eligió este lugar para firmar su nombre e incluir la fecha mencionada arriba: "Juan Bentura (sic) Jordan Corso Año de 1675 Me Fecit". Esta representación de la iglesia sobrepuesta a la pintura muestra al templo con su techo de tejas, su espadaña de tres niveles (el campanario) y una escalinata que conduce a la entrada lateral.Tal como Tom Cummins señala en su libro Toasts with the Inca, es crucial "llevar la relación entre objeto e imagen a la esfera fenomenológica de la interacción social".22 Partiendo de la importancia que tiene el identificar la agencia de las imágenes en la cultura visual contemporánea del Perú del siglo XVII, resulta crucial señalar que la decisión del artista de incluir esta plasmación de la iglesia junto con estos mecenas indígenas —a los que se identifica tanto visual como textualmente—, brindaba la oportunidad a los espectadores para que leyeran estos detalles como algo que simbolizaba la autoridad y poder local.23 Esta representación de la iglesia de Huarocondo establece un vínculo visual y espacial entre el donante y su comunidad andina.En su estudio de las pinturas del Corpus Christi, Carolyn Dean sostiene que los celebrantes incas tenían su identidad y no la negaban ni subvertían, sino que reclamaban más bien un lugar para sí mismos y "ellos abrazaban al mismo tiempo el pasado y forzaban a la historia andina a que les incluyera. Crearon así una continuidad entre los mundos anterior y posterior a la conquista".24 Yo sostengo que estos donantes incas también asumieron activamente este papel financiando la creación de pinturas donde se les representaba, con la expectativa de ser entendidos en términos culturales indígenas como cristianos andinos en control de su comunidad, la que producía impresionantes obras de arte y de arquitectura, un excedente agrícola y un poblado floreciente en la sierra andina.El presente estudio asimismo se construyó sobre la obra de Stella Nair, quien ha investigado las experiencias fenomenológicas de los espacios incas de Chinchero, en el Valle Sagrado. Ella también examinó la transición del movimiento axial a través del espacio, desde la expansiva hacienda regia de Topa Inca a la iglesia española de Nuestra Señora de Montserrat. La pintura de la Virgen de Montserrat, obra de Francisco Chivantito, hoy cuelga dentro de la iglesia a un costado de la nave, sobre el muro izquierdo que mira al altar principal (fig. 10). En su análisis de esta imagen de 1693, que representa a la Virgen de Montserrat situada dentro de un paisaje montañoso andino con referencias a su devoción en las montañas de Cataluña y un retrato de la plaza e iglesia local en Chinchero, Nair demostró convincentemente que las imágenes retrataban realidades específicas, "importando prototipos europeos al contexto andino y traduciendo las prácticas artísticas hispanas a un vocabulario visual local" y que "la memoria cultural local era transmitida por los participantes marcados étnicamente por su vestimenta", y los "lugares coloniales hispanos eran entendidos a través de las concepciones espaciales y espirituales andinas" (fig. 11).25 Estos conceptos revelan que Nair ha descubierto por qué los artistas andinos y sus súbditos nativos actuaron como "mediadores culturales" para expresar su propio control en su comunidad a través de la producción artística.26Mi análisis de San Martín de Huarocondo, se encuentra en consonancia con estos diálogos historiográficos que buscan valorar la diversidad de la producción artística y las perspectivas culturales indígenas en el Perú virreinal, tomando en cuenta la complejidad del arte producido en el campo, en donde las transformaciones de las imágenes tradicionales crearon nuevas obras que resaltaban el poder y la autoría indígena en el arte. Luisa Elena Alcalá ha planteado importantes cuestiones sobre la complicada naturaleza de la interpretación de las representaciones de la identidad de los donantes indígenas, preguntándose si los mecenas celebraban su diferencia y subvertían la identidad colonial o mostraban su asimilación a los modelos de retrato españoles.27 Hay que considerar estas cuestiones de estudio concebidas por Alcalá relacionadas con la resolución de estas ambigüedades, como así también considerar el ensayo de Tom Cummins en este volumen que aborda el esencialismo de los identificadores étnicos en la obra de Kubler que subraya la importancia de resistirse a los marcos de análisis europeos y a las narrativas históricas lineales sobre la imposición de las formas artísticas hispanas.28 Yo diría que ambas posibilidades planteadas por Alcalá están presentes en los ejemplos únicos de Huarocondo en la medida en que los donantes indígenas encargaron sus retratos específicos para que fueran representados en estas pinturas dentro de su comunidad. Utilizando símbolos europeos de poder en los retratos para significar su propia autoridad indígena en Huarocondo, donde su ubicación está representada en el lienzo con su semejanza, estos protagonistas nativos exhibieron su autonomía e identidad y, por lo tanto, interrumpieron el discurso dominante de la hegemonía dentro de un contexto localizado.29 La documentación de archivo asimismo revela que estos donantes andinos de Huarocondo poseyeron sus propias haciendas en Aymaraes, Pecoy y Episcara, cerca de Huarocondo; que contrataron a otras familias nativas para que trabajaran en sus haciendas y documentaron su paga adecuada; que desempeñaron papeles de liderazgo en las cofradías de esta iglesia; y que trabajaron activamente para crear su propia memoria cultural al representarse a sí mismos como líderes devotos. Estas pinturas sirvieron como un ejemplo deslumbrante de la participación intencional de los donantes nativos encargando obras de arte y presentándolas públicamente, para que los espectadores locales les vieran como partidarios de devociones específicas en su comunidad.30 Al arrojar luz sobre las múltiples voces que crearon y observaron el arte durante la época colonial, y que no eran europeas, resulta posible resaltar las contribuciones hechas por estos artistas y comunidades indígenas, los cuales tuvieron un rol activo en la producción e interpretación de las imágenes, y que aún hoy siguen teniendo un papel dinámico en la mantención de un floreciente orgullo cultural y memoria histórica.El presente estudio de las interpretaciones no europeas de las imágenes virreinales, nos revela cómo fue que los mecenas volvieron a pensar las narrativas históricas tradicionales en las pinturas del siglo XVII. Es por ello posible arrojar luz sobre la complejidad de las imágenes coloniales que a menudo no presentaban un esquema lineal de la historia, y que separaban la historia andina en las épocas anterior y posterior a la conquista. Los artistas y las comunidades nativas emplearon estrategias para proseguir con sus prácticas culturales en contextos coloniales. Estos temas que los artistas pintaban reclamaban un lugar para sí en su arte y arquitectura, tal como lo muestra el presente estudio de caso de Huarocondo. Al elevar las artes regionales y sus iconografías locales prestando una mirada más detenida al papel que los donantes indígenas tuvieron en la formación del arte colonial, podremos descubrir las contribuciones dinámicas hechas por los artistas locales y los comitentes indígenas en este periodo sumamente disputado de la historia del arte.

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